Por Rodrigo Aguilar Benignos, analista internacional, miembro del Consejo de Relaciones Exteriores de EEUU.

Con el anuncio oficial de la FIFA, Arabia Saudita será la sede de la Copa Mundial 2034. Aunque es apenas la segunda vez que un país islámico organiza el torneo, la decisión no fue del todo sorpresiva. Desde hace años, el reino ha trabajado activamente para transformar su imagen y posicionarse en la opinión pública global.

Desde 2017, cuando Mohammed Bin Salman asumió el control efectivo de esta nación de 32 millones de habitantes, Arabia Saudita ha vivido transformaciones vertiginosas. Tradicionalmente asociada con un calor abrasador, estrictas prácticas religiosas y violaciones a los derechos humanos, hoy el país busca redefinirse a través de megaproyectos de infraestructura, una ambiciosa industria turística con la meta de atraer a 70 millones de visitantes anuales, y la organización de eventos deportivos y conciertos musicales.

Hace apenas una década, era difícil imaginar a estrellas como Cristiano Ronaldo, Neymar o Karim Benzema jugando en la liga saudí, o a íconos como Celine Dion, Jennifer López y Mariah Carey ofreciendo conciertos en el reino. Sin embargo, estas escenas se han vuelto cotidianas.

Arabia Saudita también ha consolidado su papel como anfitrión de eventos internacionales de alto nivel: Fórmula 1, la Copa Asiática de la AFC en 2027, los Juegos Asiáticos de Invierno en 2029 y una liga profesional de golf. Además, Saudi Aramco, la empresa petrolera estatal, es un patrocinador clave de eventos deportivos globales, incluyendo la Copa Mundial 2026, a celebrarse en México, Estados Unidos y Canadá, con un compromiso de 100 millones de dólares anuales a la FIFA durante la próxima década.

Si bien estas inversiones en deportes, turismo y artes podrían parecer esperadas en un país que produce un tercio del petróleo mundial y percibe ingresos anuales superiores a un billón de dólares, Mohammed Bin Salman ha declarado su intención de reducir y eventualmente eliminar la dependencia de Arabia Saudita en el petróleo. A través de estos proyectos, el reino no solo busca diversificar su economía, sino también posicionarse como un líder global en innovación y desarrollo.

La Copa Mundial de 2034, bajo el lema “Creciendo Juntos”, se llevará a cabo en cinco ciudades: Riad, Jeddah, NEOM, Khobar y Abha. Para cumplir con los estándares de la FIFA, Arabia Saudita planea construir 11 estadios nuevos y renovar otros cuatro. Actualmente, el país cuenta con 45 mil habitaciones de hotel y se prevé sumar 185 mil más para 2034. La inversión estimada de 40 mil millones de dólares lo convertirá en el segundo Mundial más costoso después de Qatar 2022, que destinó 200 mil millones al evento.

Sin embargo, los funcionarios saudíes no ven esto como un gasto, sino como una oportunidad histórica para rediseñar la percepción global del país, cuna del islam y hogar de mil 500 millones de musulmanes. Tras décadas de narrativas mediáticas que asociaron a los musulmanes con extremismo y terrorismo, Arabia Saudita busca proyectar una versión moderna y renovada del islam al mundo.

Arabia Saudita, no obstante, enfrenta desafíos monumentales. Su sistema social sigue marcado por una profunda desigualdad, donde la familia real y una élite acaudalada ocupan la cima, mientras que las clases más pobres sobreviven con recursos limitados. La clase media, motor de las sociedades desarrolladas, aún no ha encontrado estabilidad en el país.

En este contexto, surge la pregunta: ¿Será este gasto extraordinario un simple espectáculo mediático o realmente beneficiará a la juventud saudí? Con la promesa de 380 mil empleos, ¿se respetarán los derechos laborales o seremos testigos de abusos similares a los ocurridos en Qatar, donde la ambición superó a la ética?

Estas son preocupaciones legítimas que los observadores internacionales vigilarán de cerca en los próximos años.

Publicidad