México es admirado alrededor del globo terráqueo por tres componentes de su cultura. Cualquiera que piense en el país lo asociará con los tacos, el tequila y la celebración de Día de Muertos. Sin embargo, existe un elemento más que es indisociable de su tradición; uno que todos, sin importar cuán interesados estén en el deporte, logran reconocer debido a su sentido icónico. Por supuesto, esas son las máscaras de la lucha libre.

Y es que estas piezas son las que distinguen al pancracio mexicano, en conjunto a su estilo particular sobre el cuadrilátero, de las variantes de la disciplina en el resto del mundo, aún cuando los luchadores enmascarados se han extendido a otras arenas de Estados Unidos y Japón.

La intención del armado de una máscara radica en exaltar los atributos de un personaje. En ocasiones, su composición limita parte de las expresiones naturales del rostro, dado que solo muestra unas porciones de este. A menudo, el espectador sólo puede apreciar la boca y los ojos del gladiador. Tampoco es extraño encontrar tapas que cubren por completo las facciones del atleta.

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Tal como en las tramas de las novelas, el cine y el teatro, la diferenciación de actores es crucial para contar una historia. No necesariamente un luchador debe portarla para convertirse en técnico o rudo, mas su uso le confiere un carácter místico ante los fanáticos. Todos desean saber quién es el incógnito que deleita o hace estallar al público pero esa es la magia de la lucha, ese es su secreto mejor guardado.

El anonimato le permite al luchador detrás de la máscara adaptarse a un perfil ajeno al de su vida habitual. Mediante el que interpreta a criaturas sobrenaturales y actividades comunes. Un luchador ha de ser una deidad, un animal, un ser mitológico o sobrenatural; también un doctor, payaso o policía. La elección de colores, al igual que la mezcla de formas y figuras en ellas, complementa su nombre y engrandece el rol que cada uno asume arriba del cuadrilátero.

Nadie podría imaginar a El Santo, el máximo exponente en la historia de la lucha libre mexicana, sin el característico fulgor plateado que resplandecía su camino por la senda de los aplausos. Quizá Max Linares no habría alcanzado tanto éxito por sí solo, con su nombre de pila, como lo hizo cuando se enmascaró bajo El Rayo de Jalisco.

Hace sentido que Canek, gladiador nacido en Tabasco, evocara al pasado mesoamericano de la región con tal de enaltecer a la cultura maya. Que Fray Tormenta decidiera representar su trayecto de vida: el sacerdote que incursionó en los encordados. Que La Parka dejara atrás lo trágico que implica el concepto de La Huesuda para procurar el baile.

El mexicano ve una oportunidad de transformar la imaginación en certeza y plasmarla con originalidad en sus productos de identidad. Las máscaras no son la excepción. Son una alegoría a la sátira, la picardía y la cotidianidad. Sin evadir que fungen como un respaldo en ocasiones especiales, ya que dotan de fortaleza a los que las utilizan.

Es sencillo identificarlas en partidos de futbol. Cada que El Tri compite en algún certamen trascendente, diseños auténticos o modificados relucen desde las tribunas. De cierto modo, referentes de la talla de Blue Demon, Mil Máscaras, Dr. Wagner, Último Dragón, Rey Mysterio y Súper Muñeco siempre buscaron transmitir una profunda pasión por el espectáculo.

Que la tapa de Sin Cara apareciera en Wolverhampton no sería posible sin la cooperación de Raúl Jiménez. La inspiración luchística proyectada en los uniformes de los esquiadores aztecas durante los recientes Juegos Olímpicos de Invierno es otro ejemplo de ello. La máscara es una invitación a la fantasía; a la par, sirve como un encuentro con la realidad

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