El furor de las nuevas etapas suele ser atrapante en el futbol. Ricardo Peláez se envolvió en la demagogia cuando llegó a Chivas, a finales de 2019. La grandilocuencia en su discurso inicial, dirigido a los jugadores y luego difundido en redes sociales, era un anticipo de la gloria: “Vamos a escribir una historia diferente. Aquí vamos a hablar de éxitos deportivos y de triunfos, siempre. Amistosos, nos amistosos, torneos internacionales, donde juguemos hay que defender el prestigio de la institución. Vamos a empezar con un triunfo y vamos a ser campeones”.

En dos meses se cumplirán tres años de aquello y, mientras el aniversario espera, Chivas ha sumado un fracaso más, en esta ocasión a manos del Puebla —igual que el año pasado—. Y esa parece la norma en un equipo sin alma, guiado por un entrenador incapaz de revertir los escenarios negativos, y con una cúpula directiva, liderada por Peláez, a la que ha consumido la indiferencia. Ricardo Peláez, el hombre que se presumía ganador, que día y noche se adjudicaba el renacimiento del América en la década pasada, que tomaba los micrófonos y buscaba las cámaras para dejar constancia de su grandeza.

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Es el mismo, aunque parezca que lo hayan cambiado. “¿Sabe qué hice yo con toda la mierda que tiraron ustedes? Construí un castillo y ganamos títulos”, le dijo Peláez a Carlos Reinoso en Futbol Picante, en 2017, en un debate que solo sirvió para ratificar que su ego estaba por encima de todo. En Coapa dejó dos títulos de Liga en más de cinco años, algo notable para el futbol mexicano, pero cifras magras que no servirían para presumir prestigio eterno.

Los antecedentes de Peláez hicieron pensar que el éxito era cuestión de tiempo. Aunque, ciertamente, su gestión en Cruz Azul (previo a llegar a Chivas) no había sido tan buena. Consiguió un subcampeonato (sabor a fracaso) y en su segundo torneo La Máquina no calificó a la Liguilla. Luego se marchó en medio de un conflicto institucional que devino en su renuncia presentada no en un escritorio, sino en un programa de televisión. Quedó libre en el segundo semestre de 2019, en un momento en el que Chivas, para variar, estaba mal. La lógica hizo su trabajo: hay que traer al más ganador de los ganadores.

Ningún campeonato, unas semifinales, tres repechajes perdidos, y una vez eliminado en cuartos. Cuatro entrenadores desechados. El rojiblanco es un equipo acostumbrado a que las individualidades ejerzan como salvavidas eternos. Durante los últimos años, la plegaria ha sido uniforme: darle la pelota a Alexis Vega y rezar para que algo se le ocurra. Cadena, igual que sus antecesores, ha sido incapaz de brindarle una estructura colectiva al Rebaño. Pero hay alguien que ha puesto a todos esos entrenadores monótonos, reciclados y desactualizados: Peláez. Y, quizá, los ha elegido a su imagen y semejanza, porque Peláez entendió la dirección deportiva de un equipo podía resumirse a motivar a los jugadores y desembolsar billetes.

No se puede decir que Chivas tenga un mal plantel. Quizá podría hacer falta un delantero de primer nivel para redondear un plantel competitivo, pero hay piezas de suma valía: Beltrán, Alvarado, Chiquete, Calderón, Mozo, Jiménez y, desde luego, Vega. En realidad, desde que llegó Peláez, nunca ha sido un problema el déficit de jugadores. Al menos en nombre y currículo. Los millones no han faltado: Chivas es la quinta plantilla más cara del futbol mexicano (60 millones de dólares), según Transfermarkt.

Todo ha sido en vano durante tres años. Y tres años es mucho tiempo. Peláez ha dejado en el pasado su imagen de vencedor y conquistador. Ya ni siquiera le gusta tanto aparecer ante las cámaras. Al final del día, sabe que sus glorias del pasado y sus discursos de autoayuda le garantizan una silla directiva en decenas de lugares más. Chivas, por su parte, seguirá esperando que alguien les lleve a la tierra prometida.

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