Se dice que en los países más avanzados del mundo existe una verdadera división de poderes. En esas naciones el sano equilibrio entre ellos asegura mayores índices de honestidad gubernamental, de transparencia y de ética en el servicio público. Pudiera ser que la competencia entre poderes y la observación y vigilancia que hacen entre ellos, sean dos de los factores que les asegura bajos niveles de corrupción y de impunidad en la vida pública.

Pero también debe reconocerse que la corrupción es un problema de cultura, de educación y de condiciones socioeconómicas.

Quizá por esas razones, se deba aplaudir el sentido ofrecimiento que acaba de hacer el presidente electo quien afirma que su gobierno se regirá bajo una auténtica división de poderes y que habrá un estado de Derecho.

Anuncios

La lucha anticorrupción en México lleva varias décadas. Y el punto de inflexión que llevó a instaurarla en serio, pudo haber la fatídica administración del expresidente López Portillo, aquel que juró defender al peso como un perro, al tiempo que fomentaba el orgullo del nepotismo.

Así fue como en los ochentas del siglo pasado nació la Secretaría de la Contraloría General de la Federación (cuyo acrónimo era SECOGEF), a la que le agregaron el “desarrollo administrativo” para convertirla después en SECODAM y más tarde en Secretaría de la Función Pública (SFP). Y como órganos autónomos del Poder Legislativo, al poco tiempo surgieron la Auditoría Superior de la Federación (ASF) y los órganos superiores de fiscalización en los estados, donde aparte coexisten las contralorías estatales y demás entes de control y vigilancia de los otros poderes. Todos ellos con suficientes presupuestos para capacitación y para prevenir la corrupción.

Como puede verse, con la lucha anticorrupción en México se podría escribir un libro del tamaño de La Biblia, con todo y sus testamentos y su enorme relatoría de castigos y perdones.

Aún así, en México tenemos tres problemas al respecto: el primero es la inacabable desaparición de ingentes sumas de recursos del erario federal, estatal y municipal; en segundo lugar, la alta impunidad que no castiga a los culpables; por último, el hecho de que la sociedad ya no cree en ninguna clase de lucha anticorrupción.

Quizá por ello, López Obrador no haga tanto discurso en el tema. Él nos habla de perdón, de olvidar todo, y de sacar adelante la cuarte transformación.

Quizá esa cuarta transformación traiga al país una mayor cultura. Quizá su compromiso de austeridad, permee hacia todos sus colaboradores y como por arte de magia, entiendan que no deben robar los recursos públicos. Quizá sus estrategias sobre la educación, imbuyan a las nuevas generaciones de una ética y una moral que se perdieron hace muchas décadas. Quizá sus programas para llevar más recursos a las familias mexicanas, haga que se reactive la economía y que las personas ya no busquen el trabajo en el gobierno para resolver su situación financiera.

O quizá, como ha enfatizado, encuentre una fórmula para parar de tajo con la inseguridad pública y el dominio de las bandas delincuenciales que se distribuyeron el país.

Tal vez esa circunstancia ayude a que la gente tenga mayor tranquilidad y pueda dedicarse a producir y a generar riqueza. Con división de poderes y generación de riqueza, quizá disminuya la corrupción.

Este tipo de reflexiones pueden explicar la razón por la que Cuitláhuac García, el próximo gobernador del estado no insista mucho en el asunto de la corrupción. Como tema resulta ocioso y hasta molesto, porque pocos le van a creer iniciativas así, cuando recuerden el gastado ejemplo y los resultados de Yunes Linares, el vengador justiciero.Por consiguiente, es bueno que García Jiménez reitere como sus prioridades revertir la inseguridad pública y acrecentar el combate a la pobreza.

Si esos temas mejoran, y también se da una estricta división de poderes en la entidad, podremos empezar a creer el avance de alguna lucha anticorrupción en Veracruz. Pero la realidad es que estamos pasando por una grave crisis de incredulidad.

Publicidad