Cuando el insulto se convierte en argumento, la ausencia de perspectiva y objetividad hace que se pierda el equilibrio. Por lo regular, cada uno de nosotros tenemos conocimiento del entorno y de nosotros mismos, sin que ello deje de ser una apreciación personal subjetiva. Buscar un cierto grado de objetividad siempre será más sano en lo personal y social.

Y lo anterior viene a cuento por las descalificaciones del presidente Andrés Manuel López Obrador en contra de los organizadores y de las personas que participarán en la marcha nacional convocada para el próximo domingo 13 de noviembre, en más de 20 ciudades de la república mexicana, al tildarlos de “hipócritas, clasistas y rateros” y ayer de “cretinos.”

Además, López Obrador dijo que quienes participen en la defensa de Instituto Nacional Electoral (INE) están “en contra de nosotros por la política que estamos llevando a cabo en favor del pueblo. Todos esos, aunque vayan a misa los domingos, no le tienen amor al pueblo”. La amenaza es clara: estás conmigo o contra mí; los vamos a vigilar. 

El presidente de México evidencia -un día sí, y otro también- que el diálogo es el mecanismo más repudiado en su vida y en la política. Sus fobias y tendencias son la fotografía de su disminuida capacidad intelectual y afectiva. Sus razonamientos o proposiciones desentonan el ambiente político, social y económico de la nación, al usar el insulto como la salida o vía de escape ante los graves problemas del país. Las acciones discursivas de López Obrador descalifican la investidura presidencial, porque la razón no puede mantenerse con violencia. El presidente descuida o menosprecia la alta responsabilidad que para su cargo establece la Carta Magna.

Querer privatizar la acción política, cuando hay un entramado jurídico-constitucional aceptable, que le permitió llegar a la presidencia después de un tercer intento y cuando el árbitro (INE) calificó sin contratiempos 21 elecciones en las entidades federativas a favor de su movimiento, es querer destruir un modelo ideal más o menos común en las distintas democracias del mundo.

La idea de que todo lo que antecede a su gobierno es corrupto -sin demostrar fehacientemente sus dichos- se desmorona por sí sola, cuando apenas se conocen las miles de transgresiones a la ley cometidos por él, por sus funcionarios y por los servidores públicos afines a su proyecto, que actúan en las entidades estatales y municipales, tendrán consecuencias peligrosas por el estado de putrefacción que corre y se descubre en las instituciones transformadoras.

El engaño obradorista quiere calificar y “desvelar” que la conducta social y de los partidos carece de una verdadera cultura política. Los ingenuos optimistas podrían suponer que las instituciones pueden ajustarse a paisajes distintos a la realidad, pero como lo advertía Ortega y Gasset “Quien quiera trasplantar una institución de un pueblo a otro, tendrá que traerse con ella a la rastra aquel pueblo entero y verdadero” y no es el caso en la sociedad mexicana.

Abusando de la mentira, de la mala fama de los partidos políticos y de la política en México, la teoría de la moralidad obradorista podría verse arrasada con la marcha nacional, en donde la universalidad y el pluralismo tienen como objetivo básico: el fortalecimiento de la unidad que sólo busca el bien común.

López Obrador y sus seguidores olvidan que el disenso es esencial para enriquecer la democracia. Morena tiende a actuar en exclusivo beneficio de sus directivos y/o propietarios y como una empresa creada para satisfacer demandas de mercado. Hoy hay una causa, mañana conoceremos a los causantes. Nadie puede negarse a la razón y el insulto jamás será el camino de la transformación.

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