Cuando en 2004 y 2005 Vicente Fox instrumentó la fallida estrategia para desaforar a AMLO -entonces jefe de gobierno del Distrito Federal-, el tabasqueño pronunció unas lapidarias palabras que anunciaron lo que sucedería al sistema político mexicano una vez que alcanzara el máximo poder que anhelaba. La frase que tenía dosis de denuncia y de protesta, fue repetida en 2006 cuando en la plaza pública Andrés Manuel sostenía que le habían robado la presidencia que ganó el panista Felipe Calderón.
Pasaron quince años de esos desafortunados hechos y llegaron los tiempos en que el ahora presidente de la república apura los procesos y las circunstancias para cumplir con ese sueño o quizá acariciada venganza.
Pero lo que López Obrador está haciendo respecto a aquella idea personal, no está tocando solo a las instituciones, sino también a los personajes que la historia y la sociedad marcan como usufructuarios o beneficiarios de esas instituciones detestadas por él y por mucha gente.
No han valido para el mandatario ni liderazgos, ni trayectorias, ni especializaciones, experiencias o reconocimientos públicos. Ni tampoco que las personalidades que hubieran estado en la mira, fueran científicos, o decanos, o sabios, o artistas, o personas muy poderosas. La desaparición o disminución de instituciones ha estado por encima de antigüedades en los cargos, o cualquier tipo de argumentaciones, razones o escusas para preservar el statu quo.
La sociedad nacional ha constatado que en esa lucha por transformar o silenciar instituciones, al ejecutivo federal le ha sido necesario acabar o acallar a las personas importantes de esas instituciones que pudieran oponerse al cambio, tanto en lo interno como en lo externo.
Por mencionar el caso de PEMEX -el organismo que conoció el país hasta antes de la cuarta transformación morenista-, es evidente que el mandatario necesita asegurar que no aparezcan por ahí voces discordantes en todo lo relacionado con los proyectos emprendidos por su gobierno. Había que acabar con las voces empresariales que hicieran ruido. Había que quitar de SHCP a los economistas incómodos con las nuevas estrategias. Había que terminar con los añejos y apoltronados funcionarios que cobraban como eficientes técnicos y mercaderes primermundistas del petróleo.
Y también había que neutralizar al sindicato petrolero nacional, representado en la figura, mañas, cómplices y en la humanidad del multimillonario líder Carlos Romero Deschamps, a quien la Unidad de Inteligencia Financiera de Santiago Nieto supuestamente le congeló las cuentas bancarias familiares y las autoridades de la justicia le han iniciado sendos procesos legales esta semana.
Todo esto demuestra que “¡Al diablo con sus instituciones!” no era rollo demagógico o una ocurrencia cualquiera. AMLO está “luchando y acabando con la corrupción”, pero también con todos los contrapesos políticos institucionales que pudieran atravesársele en el camino. El Congreso de la Unión, la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el Banco de México y hasta el CONEVAL, entre otros, ya sufrieron el paso de la aplanadora y regeneradora.
Habrá que buscar en las hemerotecas, en las benditas redes sociales y en el sufrido inconsciente colectivo, si algún arrebatado disgusto del histórico líder de la izquierda patria, no le motivó un “Al diablo con los mexicanos”. Porque si eso llegó a ocurrir, entonces la gente tendría que comenzar a poner sus barbas a remojar.