Jorge Mario Pedro Vargas Llosa escribió sobre sus inicios periodísticos en su jocosa y reveladora novela autobiográfica La Tía Julia y el escribidor. Y cuando recibió el Premio Nobel en 2010, reveló sin empacho alguno que en su época universitaria había tenido hasta siete “trabajos alimenticios”, uno de ellos relacionado con esquelas y con muertos.

No son pocos los escritores e intelectuales notables del mundo que han pasado alguna etapa de su vida sumergidos en la honrosa u horrorosa labor periodística. Quizá sean mayoría. Y de ellos no solo el peruano logró el máximo reconocimiento de Estocolmo.

En nuestro país la situación se refleja del mismo modo que en otros rumbos. Personalidades del arte, la cultura y la intelectualidad, han debido pasar largas temporadas escribiendo en medios de comunicación a título personal o por encargo. Algunos de ellos se han convertido en reconocidos periodistas y articulistas. Y otro tanto no han pasado de ser periodistas orgánicos que se mantienen en altísimo lugar gracias a la reiterada venta de su alma al diablo -los dueños del poder.

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El tema viene a colación y sobresale diariamente en los últimos años, y más en estos tiempos de la cuarta transformación. Hay un prurito, una preocupación insana, un desasosiego y un mal dormir, cuando el que tiene que escribir una opinión en un medio de comunicación, cae en situaciones tales como falsedades, ocultamiento de la noticia verdadera, maniqueísmo, desviaciones, malformaciones, o al estilo de los músicos, con variaciones del mismo tema, pero sin entrar de lleno al fondo del asunto y a las razones o variables o soluciones reales. 

Y esto ocurre, porque los que se ufanan o afanan o rebozan de ese “alto periodismo de análisis”, escriben sus asuntos o sus columnas pensando en la ganancia o en la pérdida económica.

Salvo contadas excepciones, en Veracruz observamos o leemos como “periodismo de análisis” una serie de sentencias, opiniones, críticas u observaciones y recomendaciones, pero siempre en dos extremos: o está bien, o está mal. No hay términos medios, o son buenos o son malos. Y si se habla de un partido y hay gente mala o inepta, o corrupta, todo el partido es malo. Si se habla de un gobierno, igual, todo debe ser malo, no hay nada bueno. 

En este locochón y carnavaleromes de febrero, leemos cosas como “todos deben irse, todos están mal, o todo está perdido”, o “él tiene la culpa”. No hay matices, no hay puntos intermedios. Y con demasiada frecuencia no hay humanidad, tolerancia o comprensión. Y evocando a Saturno, muchos de los que escriben en medios de comunicación piensan que los lectores son retrasados mentales o seres desinformados y olvidadizos.

La terca memoria de esos falsos profesionales del periodismo y simples mercaderes de la comunicación -con elementales fines alimenticios-, les impide pensar lúcida y objetivamente. Poco aportan a una labor social tan honorable como debe ser la comunicación al servicio de la población y de sus instituciones. El periodista debiera estar obligado a destacar lo bueno, lo regular y lo malo, sin ninguna contemplación o manipulación. 

La sociedad lo sabe y lo entiende a la perfección. La falacia siempre estará lejos de la ética periodística.

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