La creciente e inacabable corrupción de los últimos años será la que defina la elección presidencial mexicana en julio próximo. Se recuerda que cuando el PAN y Vicente Fox acabaron con “la dictadura” priista del siglo pasado, muchos pensaron que vendrían cosas mejores para la nación. No fue así. Lo sucedió el panista Felipe Calderón y la situación tampoco cambio. Llegaron Peña Nieto y el “renovado” PRI y, por el contrario, las muestras de corrupción se incrementaron como nunca en la historia del país.

Hasta podría afirmarse que los primeros veinte años del siglo XXI en este país se habrán caracterizado por el aumento de la corrupción de sus gobiernos en todos los órdenes. Pareciera que la ética, la moral y la honestidad se han relajado de manera crítica en la mayoría de las instituciones y en la propia sociedad.

Ni siquiera en las fuerzas armadas existe tanta confianza social como podría esperarse. Los gobiernos recientes han destinado fuertes sumas de recursos presupuestales al fortalecimiento de sus estructuras y capacidades y, sin embargo, los encargados de la seguridad nacional no han podido vencer a las denominadas fuerzas del mal, representadas por los diferentes cárteles que se han apoderado de inmensos territorios en casi todas las entidades federativas.

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Tampoco las altas erogaciones para el fortalecimiento del sistema de administración e impartición de justicia han derivado en el abatimiento de los índices de delitos.

Y si hablamos de los programas institucionales del poder ejecutivo federal, de los gobiernos estatales y de los municipales, aunque han tenido también crecimiento presupuestal en estos años, la pobreza, el rezago social y el hambre no han sido reducidos a cero, y sólo han tenido avances insustanciales.

La producción y el crecimiento económico nacional han sido mínimos, aunque el progreso y la obra de infraestructura realizada se note en algunas regiones. Pero esto ha sido resultado del elevado endeudamiento nacional que alcanza cifras de preocupación.

Ese es el escenario previo a la elección presidencial del primero de julio. La sociedad parece no estar dispuesta a que continúe ese estado de cosas en México. Salvo Andrés Manuel López Obrador, ninguno de los otros cuatro candidatos parece encontrar una fórmula viable para restarle simpatías.

Si se pregunta a los familiares, a los vecinos o a los amigos y conocidos, la respuesta más reiterada es que ya no quieren más corrupción y más de los mismo; ya no confían en los partidos que han gobernado al país y prefieren darle una oportunidad al partido MORENA y a Andrés Manuel, ya que aún no han decepcionado en el nivel presidencial.

Todo indica que la incredulidad ciudadana y la altísima corrupción que—en lo que va del siglo—permeó a oficinas públicas y funcionarios de todos los niveles, fueron las que acabaron con la confianza en los gobiernos, en las instituciones, en los partidos y en los candidatos.

Al final del día, la incontrolable corrupción, más que sus propuestas de gobierno, va a ser la que lleve al político tabasqueño a la oficina principal de palacio nacional. Ya se verá si esta percepción no es modificada después del debate del siguiente domingo por la noche.

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