Los sabios y gobernantes que llenan las páginas de la historia del mundo, casi siempre dieron importancia a las señales que de pronto aparecían ante ellos. Ya fueran en el espacio, en la naturaleza, en los pueblos o en la vida cotidiana, generalmente eran respetadas y consideradas como signos o augurios de lo que podría ocurrir en el futuro.

Así surgieron imperios, países, religiones, sociedades y regímenes políticos y económicos. En el propio desarrollo de la ciencia, de vez en vez han aparecido señales que han conducido a un trabajo de investigación hacia otros derroteros no contemplados inicialmente. Serendipia es el nombre que han dado a ese fenómeno o circunstancia que suele surgir de manera sorpresiva.

Como antes, los tiempos actuales están llenos de señales. Pero también, de dirigentes ciegos o negados a ver la realidad. Y es una condición que existe en todo el planeta y a lo largo y ancho de este país, en el centro o en la periferia y en los tres órdenes de gobierno.

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Y el problema es mayor, cuando, como ahora, vivimos en una economía cercana a la crisis, en una terrible inseguridad pública y en una tremenda escasez de valores éticos y morales en la vida nacional.

Si a esto le agregamos las incidencias e impertinencias de los gobernantes y los cada vez más trágicos desastres naturales, nos damos cuenta de que la población queda a merced de su suerte.

En México, por extrañas razones, esta época se ha llenado de incidentes en los que confluyen las deficientes obras públicas, las temporadas de lluvias y las obstrucciones de cauces pluviales. Malas edificaciones, realizadas por corruptos individuos metidos a políticos y constructores, solapados desde las alturas del poder y de las componendas inconfesables.

Y las malas obras han aparecido en lugares como la Ciudad de México, Morelos, Veracruz y otros estados. En todos los casos, hasta ahora, se ha echado la culpa a la naturaleza, nunca a los actos de los humanos. Olvidan que la naturaleza tiene memoria y que las aguas corren por donde deben hacerlo, no por donde la gente quiere.

En el caso de la famosa vialidad a Cuernavaca, que se tragó a dos infortunados viajeros en la ciudad de México, la tragedia ha molestado a todo el país. Y el rencor parece una señal determinante. Gerardo Ruiz Esparza, el secretario de comunicaciones y transportes, coludido en innumerables hechos de corrupción no aclarados, salió el sábado anterior a reírse socarronamente de los mexicanos, con la anuencia y carcajada de su omiso jefe Peña Nieto.

Palabras más, palabras menos, dijo que afrontaría su responsabilidad. Pero no renunció ni pidió perdón por las muertes. Simplemente aplicó la política de la gallina –la que prometió varias veces Javier Duarte a sus colaboradores—y echó la culpa y despidió a dos o tres de abajo. Desde luego, repitió la cantaleta de la basura que tapa cañerías, de las inclemencias de la naturaleza y de las fuertes lluvias que todo se llevan.

Ni él, ni Enrique Peña Nieto, vieron en ese socavón o en los otros que se están repitiendo en el país, que ese fenómeno provocado por la acumulación de agua, pero causado por las malas obras de drenaje, ya se llevó también a ellos y a todo lo que representan. No entienden que son como el colesterol que obstruye las arterias vitales y que debe eliminarse. Que la pésima obra que se llevó el agua, finalmente fue un paso exprés al repudio.

Mala situación, cuando los gobernantes, cegados por la soberbia, ya no ven las señales que tienen enfrente.

En Veracruz, con sus propios personajes políticos, los socavones comenzarán a ser visibles por las mismas razones, .

Ya iremos viendo.

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