En 1913 México se conmocionó con un magnicidio que acrecentó la lucha revolucionaria que vivía su tercer año: el general Victoriano Huerta accedió temporalmente al poder mediante un golpe de estado, tras el asesinato del presidente Francisco I. Madero durante los días de la llamada decena trágica.

Más de cien años y miles de muertos después, todos sabemos en qué terminó la Revolución mexicana y el deplorable estado en que se encuentra el PRI, el partido político que se gestó y resultó de aquellos aciagos tiempos nacionales.

A un año de que concluya su accidentada gestión presidencial, el priista Enrique Peña Nieto trata de reencauzar a su partido y de colocar a su candidato en la silla principal del Palacio Nacional.

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Ha sido un sexenio de violencia: a la ley, a la sociedad y a su tranquilidad y confianza, a la esperanza de los que votaron por él, y aunque pareciera exagerado decirlo, un atropello constante y persistente a las instituciones nacionales. Pocas se han salvado del descrédito en esta gestión del fracaso y la ficción.

Y ese descrédito se ha contagiado a sus principales colaboradores y afines en lo político. Muy pocos se salvan. Y menos aún, los que pueden alzar la mano para buscar la candidatura presidencial por el PRI.

Por ello, Peña Nieto tuvo la necesidad de impulsar cambios en los estatutos de su partido. El sábado pasado se aprobaron esas modificaciones estatutarias en su asamblea general. Fuera candados añejos y camisas de fuerza en el PRI, que limitaban el libre albedrío del máximo jerarca a la hora de destapar a su gallo presidencial.

Con esas facilidades, aprobadas por un ruidoso ejército de divisiones, que pretende ser el nuevo PRI, Peña Nieto podrá decidir si a la candidatura presidencial va Meade, Nuño, Videgaray o Eruviel, su gente, en primer lugar, más que otros pretensos. O si las circunstancias lo obligarán a mandar a Osorio, Narro, Beltrones u otro que se apunte. A dónde, a nada bueno. Porque al que manden, entre todos los mencionados, le costará mucho convencer al electorado que ya no cree en ese partido.

Quizá uno o dos se salven de esa quema popular. Por eso José Antonio Meade, parece iniciar una temporada mágica que no quiere ser ni cómica, ni trágica. Meade, dicen los enterados de la economía internacional, es un experto en finanzas que ha reconstruido el tejido financiero interno y que sobre todo, ha tejido fino con los grandes capitales del mundo. Dicen también que este superhéroe puede ser el gallo para gobernar al Banco de México, al contar con el visto bueno de Agustín Carstens, el gurú de los dineros patrios.

José Antonio Meade Kuribreña parece el más limpio en su trayectoria. Ya es el más simpático de ellos en la sociedad mexicana. El que está haciendo girar Peña Nieto para revolucionar a los futuros electores.

En lo que concierne a Veracruz, dentro de los que suenan del revolucionario, conviene Meade y su candidatura, si atendemos a lo que él sabe del hoyo veracruzano, de los desastres financieros y de cómo afrontarlos.

El meaderismo empezó a bañar al país entero. A ver si ese bálsamo que se desliza por cauces panistas y priistas puede revolucionar al electorado. Y que no sea sólo ficción política.

 

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