Fue a principios de 2018 o quizá un año antes cuando en México se empezó a notar en la población una tendencia a la polarización social, ideológica y política. Por todo el país crecía la campaña de Andrés Manuel López Obrador a la presidencia y los partidos contendientes no lograban construir un candidato viable que le disputara la creciente simpatía popular.
Al mismo tiempo alguien alentaba inconformidades, o las evidenciaba, o tal vez cosechaba los frutos de las amarguras, los callados rencores y las diferencias de pensamiento entre las clases más privilegiadas y aquellos eternos integrantes de la mayoría, que sobrevivían sin los auténticos satisfactores del bienestar y lejos de las posibilidades de progreso.
Mes a mes durante la campaña fue observándose la diferencia entre unos y otros, aumentando el rechazo y cultivando ese rencor. La situación se hizo más notoria conforme se elevaban las posibilidades de AMLO, disparándose cuando el tabasqueño ganó la elección de julio. Cuando López Obrador se convirtió en presidente electo, el pueblo pobre le aplaudió sin reparo otorgándole un poder omnímodo.
Ya en el cargo y con la banda presidencial en el pecho, López Obrador se adueñó del escenario nacional y utilizando sus redes comenzó a decidir todo, apoyándose en su pueblo sabio que ha estado atento en esas redes para defender a su líder y a todas sus propuestas de gobierno.
Han pasado 10 meses desde ese domingo primero de julio en que muchos consideran que México se volvió propiedad de Andrés Manuel, o que México es solo Andrés Manuel, o que no hay oposición alguna. Pero son absolutamente falsas las tres ideas o premisas conductoras del actual régimen.
Lo que sí hay y se debiera detener, como obligada estrategia social o ciudadana, es esa peligrosa y criminal polarización que se percibe en la política, y que se practica en las reuniones, en algunos medios de comunicación y sobre todo en la conversación cotidiana en redes sociales como Facebook, Twitter o Whatsapp. Una conversación maniquea que se volvió costumbre insana y que abusa y se excede del insulto, del ataque, de actitudes discriminativas, de odio y hasta de afanes destructivos que incluso aluden a la muerte del adversario que no está de acuerdo con la forma de pensar del que agrede.
Los que utilizan ese lenguaje violento hacen pensar que son individuos capaces de acabar con la vida del contrario que no piensa como ellos. Actitud ofensiva o defensiva que esas personas no han tenido con temas como el muro de Trump, el paso perturbador de miles de migrantes centroamericanos, la destrucción de los recursos naturales nacionales, la incesante corrupción de gobernantes, la impunidad criminal, el señoreo de los carteles del narcotráfico, los miles de asesinatos, fosas de cadáveres, rapto de menores, desapariciones, cobros de piso, secuestros, violaciones y feminicidios.
Los ataques desorbitados y recurrentes en redes sociales contra personas comunes o personalidades, periodistas, escritores e intelectuales, por simples diferencias de opinión, dan a pensar que muchos connacionales son capaces de destruir y acabar vidas, prestigios y propiedades de otros compatriotas.
Imaginemos la letra del himno nacional, pero aplicada al paisano o vecino que no piensa igual. Una cruenta lucha entre mexicanos podría venir sin siquiera percibirlo ahora. Esas redes sociales que se observan amenazantes, a veces se perciben como irresponsables llamados a la violencia y a la destrucción.
Mexicanos al grito de guerra-el primer verso del himno nacional- tiene que entenderse como una convocatoria para defender y liquidar al enemigo extranjero y avasallador, nunca para atacar y destruir al hermano. La fraternidad entre mexicanos debiera superar cualquier lucha estéril.