Durante los últimos días, los mexicanos hemos recibido a través de los diferentes medios de comunicación, y en especial de la televisión mexicana, una serie de mensajes del presidente Peña Nieto, en los que refiere sus resultados de gobierno en estos seis años que concluyen el próximo 30 de noviembre.

Junto con los resultados que informa, ha dado una serie de acomodadas justificaciones de aquellos errores que le han sido adjudicados en su cuestionada actuación en Palacio Nacional. Y la respuesta obtenida de la audiencia parece no ser la que él esperaría. Basta con preguntarle a los oyentes de cualquier parte del territorio, el contenido de tales spots publicitarios, para confirmar que los mensajes del primer mandatario de la república ni siquiera llegan al público.

Y esa situación se asemeja a la del esforzado merolico que en medio de la plaza utiliza su mejor voz, estrategias y ademanes para convencer a la gente sobre las bondades o certezas de lo que vende o anuncia. O si se prefiere en términos actuales y virtuales, es como todo aquel que aparece en las redes sociales con mucha propiedad o empeño, comunicándonos tal o cual comercio, noticia o propuesta política o social. Gran parte de los que ven tal comunicado, lo dejan pasar, y dicho mensaje transcurre inadvertidamente.

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Y el problema de credibilidad o de confianza no sólo es sobre todo lo que pasa a gran velocidad en el mundo del internet. Ocurre en la vida normal sobre muchos temas, y más, muchísimo más en los de carácter político.

La credibilidad en los políticos venía cayendo desde antes de 1968, y en ese año (2 de octubre) se derrumbó más allá de lo esperado. Pasaron los años y los presidentes de la república y hubo un pequeño ascenso con Salinas de Gortari, hasta que los indígenas del ejército zapatista en enero de 1994 derrumbaron a Salinas y al mundo feliz que vendría con el tratado norteamericano de libre comercio que remataría ese sexenio.

Desde esa época, y cada vez con mayor incidencia, los gobernantes mexicanos han carecido de credibilidad. Si bien es cierto que cuando son candidatos a los cargos, llegan a apoderarse temporalmente de la voluntad del electorado, es ya en su calidad de gobernantes, cuando empiezan a perder la credibilidad hasta llegar a niveles sumamente bajos, como es el caso del presidente Peña Nieto y su merecido once por ciento.

Vemos con preocupación que estamos por cumplir un cuarto de siglo ininterrumpido con baja confianza y alta incredulidad en nuestros gobernantes. Sean en la presidencia de la república, en las gubernaturas y en las alcaldías, y también en las senadurías o en las diputaciones, sin hacer a un lado a casi cualquier posición del espectro político mexicano.

Peña y los gobernadores, así como muchos de los funcionarios federales han gastado cantidades enormes en anunciar sus proyectos, sus resultados o sus políticas de gobierno. Pero la confianza y la credibilidad no crecen.

No se cree en el presidente, en los gobernadores, en los senadores y diputados y ni en los alcaldes o los partidos. Por eso, López Obrador tuvo que crear Morena e insistir en la cuarta transformación y en su república amorosa, tomando héroes y épocas previas a estas difíciles épocas de incredulidad ciudadana.

En Veracruz, cuántos creyeron en Miguel Alemán, en Fidel Herrera, en Javier Duarte o en Yunes Linares. Porque la realidad es que con Yunes primó el deseo de venganza y de castigo, más que una creencia en él como persona. Y es que se le conocían bien las formas que utiliza y que no guarda en su cajón de despropósitos y errores.

Ahora, lejos el PRI y ya con funcionarios y alcaldes, primero azules y después morenos, quién cree por ejemplo en ediles como Carranza, como Herrero, como Fernando Yunes o como el que usted recuerde, independientemente de su color.  O siendo más actuales, acaso serán muchos los veracruzanos que creen que Cuitláhuac García compondrá las cosas. Difícilmente.

Los años que lleva el siglo son años de poca confianza y credibilidad en los gobernantes mexicanos. Esperemos que AMLO, ya en su papel de presidente, pueda elevar esos bajos niveles que hemos observado y que poco bien le hacen a la nación.

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