Los opositores al régimen obradorista y los mexicanos que pretenden vivir tranquilos sin estar con unos o con otros, deben entender que el peligro de México, no está en transformar leyes, procesos, instituciones o estrategias progresistas, el verdadero peligro es que en este país se instituya la corrupción para siempre. 

Por eso y para evitarlo, la lucha debe ser de todos, en todos los frentes, y unidos organizadamente contra el fenómeno de la corrupción creciente, con protestas, marchas y manifestaciones multitudinarias y propuestas operativas para ponerle un alto definitivo.

Y es preciso reconocer que ha surgido en México una idea que tiende a crecer en los meses siguientes: la luz de la esperanza nacional se está apagando con la interminable trama de corrupción de los gobiernos morenistas. La austeridad, la honradez, el trabajo y la lealtad no son, en lo mínimo, los signos distintivos de la cuarta transformación de López Obrador.

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Andrés Manuel trabajaba sin descanso, sin grandes vicios, no le importaba el dinero y era incorruptible, decían sus seguidores, cuando recorría el país en busca de la presidencia. En aquellos días repetía como cantaleta que la alta corrupción estaba en la democracia que defendían los que él quería desbancar del poder. El mito, la leyenda se tejió así para confundir a la opinión pública.

Sin contar las horas negras y convulsas que se vivieron entre la Independencia (1810) y los diversos periodos de Antonio López de Santana en el siglo XIX, puede afirmarse que en una cuenta nueva, a partir del surgimiento del siglo XX, México ya está sufriendo una cuarta etapa de corrupción sin castigo.

La primera “transformación” de esta nueva cuenta para el desarrollo del país, con siglo nuevo y a partir del año de 1901, se caracterizó por la explotación de los pobres que ocasionó la dictadura de Porfirio Díaz y que se acabó tras el millón de muertos que dejó la Revolución. 

La segunda “transformación” fue la del periodo de Miguel Alemán, El Cachorro de la Revolución, cuya corrupción se disfrazó con un “desarrollo” para las élites, que magistralmente contó el cineasta Luis Estrada en su película La Ley de Herodes. La tercera transformación se ejemplificó con los sexenios más corruptos de la dictadura perfecta del PRI, maximizada en sus pecados por presidentes como Echeverría, López Portillo, Salinas y Peña Nieto. 

Incorporando esos nombres desacreditados, como ingredientes, López Obrador cocinó el caldo que hábilmente y día tras día reparte para alimentar ideológicamente a sus seguidores, prometiéndoles un alimento fortificado, según él, con algo que llama “cuarta transformación” y que por más que se saborea, no ha representado ningún maná, y continúa igual que la apestosa y desabrida sopa anterior.  

Con esta “cuarta transformación” López Obrador ha sabido manipular al pueblo, jurando y perjurando que en su gobierno ya no hay corrupción, que no son iguales y que hay un régimen distinto a los previos. Pero las conductas y acciones de su gobierno y sus coequiperos, muestran lo contrario a lo que prometió en campaña.

En el gobierno de López Obrador las conductas de tráfico de influencias están totalmente aceptadas y con ejemplos: los negocios de sus hijos José Ramón y Andrés, los contratos a la prima Felipa, los negocios de Manuel Bartlet y su hijo, las concesiones a empresarios como el magnate Carlos Slim (Grupo Carso), el constructor José María Riobóo o Daniel Chávez Morán del Grupo Vidanta, sin contar las múltiples cuotas voluntarias de políticos y otro tipo de comerciantes que hacen lo que les pidan para permanecer en la ventanilla de la transformación.

“Los López S.A.”, como debería llamarse esta “transformación”, podría constituirse en un consorcio de empresas y sociedades relacionadas con la familia o presididas por sus integrantes o secuaces, en donde las aportaciones serían las conseguidas con la mezcla de tráfico de influencias, amiguismo y moches que acaba en malversación de caudales públicos.

Adicional a ello, el poder que López Obrador ha otorgado a los militares -encargados de todo y expertos en todo -y los presuntos nexos con el crimen organizado, investigado y documentado por la Agencia Antidrogas de Estados Unidos (DEA), como se ha publicado, terminarían por cerrar el círculo no de una cuarta transformación, sino de la era de la cuarta corrupción en México.

López Obrador utiliza el mangoneó y el señuelo de “la plata o el plomo” que administran los diligentes beneficiarios de los “abrazos, no balazos”, para impedir que algunos de sus familiares, amigos y socios sean investigados y juzgados. Por eso no resulta extraño que persista en mantener una ganadería de legisladores, administrar la Fiscalía, o que busque sepultar al instituto de transparencia y fracturar al organismo electoral, y hasta vilipendiar permanentemente a los ministros de la Suprema Corte de Justicia.

Cultivar la corrupción es la norma política del presidente López Obrador, con ella juega al premio y el chantaje, sabe que nadie quiere ser acusado y exhibido, y vive detrás de una serie de máscaras que escoge en el momento más apropiado. Ser claro en la palabra, apegado a la Ley y transparente en el accionar del gobierno, es lo que menos quiere el residente de palacio. 

Pero el verdadero peligro que corren los mexicanos en estos tiempos, es no darse cuenta que lo que se quiere esconder a la sociedad, es la regencia y prevalencia de la corrupción 4T para siempre. Algo así como constituir un México S.A. como boyante empresa al servicio de López Obrador y los amiguísimos, así sean narcos, políticos gatopardistas, funcionarios patito, periodistas succionadores, empresarios corruptos o la nueva y privilegiada clase militar de galones dorados.

Los mexicanos tienen la palabra y la acción. Y sobre todo, una Constitución Política que López Obrador juró respetar.

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