José Antonio Flores Vargas

Después de ocupar por 70 meses la primera magistratura estatal, este mes de octubre, Javier Duarte de Ochoa, logró entrar en la historia de Veracruz debido a varios hechos negativos: endeudó al estado a niveles inimaginables; involucró a su familia en el saqueo del erario; condujo una administración ineficaz y con escasa obra pública; y se erigió como el gobernante más corrupto de todos los tiempos.

Pero no son las únicas cuestiones lamentables que lo han caracterizado. También están otros preocupantes indicadores sociales que reflejan su pésima gestión: el aumento brutal de la pobreza durante estos años; el crecimiento de la delincuencia organizada en el territorio; y el record de periodistas asesinados, desaparecidos o que tuvieron que exiliarse del estado.

Las consecuencias de su fallida administración originaron el repudio social en su contra. A esto se atribuye que el día de la elección, el rechazo electoral de la población veracruzana, el tercer padrón priista en el país, entregara la gubernatura a un partido de oposición.

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Al ser acusado por el irregular manejo de los recursos públicos, obligó al PRI nacional a retirarle sus derechos partidarios, y unos días después, con todo en su contra, solicitó licencia al cargo y casi simultáneamente se le dictó orden de aprehensión. En este momento, nadie sabe dónde está Javier Duarte.

La lectura más importante que dejan estos hechos desafortunados para la economía de Veracruz, es la sensación de que la corrupción y la impunidad permean y se desparraman hacia varios lados. Y no se puede pensar en que haya sido un asunto de viejos operadores de la política o de caciquismos regionales. No fue así.

Si algo caracterizó al régimen duartista, fue su operatividad al estilo de las hermandades cerradas: pertenencia al grupo, fidelidad y secrecía.

Con esos valores como estandarte o escudo, fueron ellos, un grupo de jóvenes contemporáneos, los que hicieron un manejo patrimonialista y desenfrenado de las instituciones, valiéndose de la complicidad de sus propias familias para delinquir y poder tener más brazos para acarrear y esconder los caudales robados.

Durante ese tiempo, su tiempo, como decían, fueron conscientes de que no se repetiría, y también, de que no cabían prejuicios morales o sentimientos de solidaridad o de lealtad a los veracruzanos.

No fue sólo Javier Duarte, o sus operadores del primer nivel. Ellos hermanaron a otros que cubrieron un segundo y hasta un tercer nivel. Gentes del sector público y del sector privado. Cien, doscientos o trescientos, quién sabe. Las investigaciones nos llevarán a la cifra exacta de delincuentes de cuello blanco y hedor nauseabundo.

Los que sean, eso sí, personajes de la más baja estatura moral, que serán permanentemente señalados por la sociedad veracruzana y que no pensaron en el estigma que dejan a sus hijos.

Sin embargo, la cárcel no es todo lo que los veracruzanos piden. Los culpables tendrán que reintegrar lo que robaron. Lo que se conoce como vómito negro. Sólo así podremos pensar que es posible acabar con la descomposición que sufre la sociedad, ahogada en el vacío existencial o en las profundidades de la corrupción.

Manuel Vicent, en su columna del día de ayer en El País, habla de la bacteria de la peste negra traída desde Oriente en los barcos de la ruta de la seda en el siglo XIV, que causó la muerte de media Europa. Dice el escritor español: “Parece que aquella bacteria, bajo distintas formas no ha cesado de mutar desde entonces, a través de nuevas ratas, de nuevas pulgas, no necesariamente censadas en la medicina, sino en la cultura, en la política y en la moral”.

Algo definitivo tendrá que hacer contra ese tipo de ratas y pulgas el sistema político nacional, para que este robo a Veracruz, no parezca una sátira o una tragicomedia, como las que gustaba narrar en sus libros el dramaturgo Darío Fo, el Nobel italiano fallecido precisamente en este mes.

No sea que México acabe a causa de la nueva peste.

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