José Antonio Flores Vargas

Con el llamado a la reconciliación y unidad, que hizo ayer el gobernador Javier Duarte, empieza a bajar el telón de la administración más gris que ha conocido la sociedad veracruzana. Una etapa de gobierno que tendrá como registro histórico una sola frase, o mejor dicho, una recomendación aprendida con sangre: lo que no se debe hacer en política.

Ayer, el pasillo del poder se cubrió de rostros petrificados e incrédulos por haber entregado el imperio al peor de sus adversarios. Javier Duarte pidió reconciliación, pero los veracruzanos exigen cárcel.

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En ese acto fútil e insulso, se felicitó a los representantes de los medios de comunicación por el Día de la Libertad de Expresión. También se hizo un pronunciamiento sobre la jornada electoral del domingo, arguyendo que la alternancia llegó para quedarse. Es cierto, la alternancia llegó, porque nunca se atendió la indignación moral que hay en el escenario público.

El círculo perverso de la corrupción se congregó alrededor del Ejecutivo, buscando acuerparlo. Ausentes, algunos diputados federales y candidatos a diputados locales, que al parecer ya saltaron del barco. Los que antes querían ser cobijados por el gobernador, estuvieron dispersos, mostrando risas nerviosas y huellas del maltrato verbal que seguramente recibieron de su jefe.

La silla del Palacio de Gobierno le sirvió a Javier Duarte para sentarse, pero nunca para asentarse. El discurso en la Sala de Banderas, fue un pronunciamiento a destiempo, paletón, sin peso político, ni ideológico. En los casi seis años que lleva asistiendo al palacio, nunca entendió que la política verdadera es la que teje acuerdos, realiza y cumple pactos, y hace hombres y mujeres nobles.

El desmantelamiento de la política en Veracruz debe agradecerse también al grupo de “genios” que rodearon a Duarte de Ochoa. Entre todos apuñalaron las entrañas del espíritu social y desataron un resorte de desprecio mayúsculo hacia lo político y hacia el mundo institucional. Hicieron agrios los humores públicos y encontraron el único resultado posible: el repudio general.

Se perdió el sentido de lo elemental, al creer que con fórmulas novedosas transformarían Veracruz. Nada de ello, porque nada hay nuevo. Hicieron a un lado a los viejos experimentados y a los jóvenes que mostraron valores morales y solidaridad con el pueblo. Quebraron tradiciones y rituales, no sólo las finanzas públicas de la entidad. Abrieron espacios a la banalidad, a la fiesta y a la siesta. Eso ha sido Veracruz en los últimos años. La historia local registrará esos errores como los auténticos facilitadores de la transición democrática en Veracruz, al puro estilo del ex presidente Ernesto Zedillo.

Los veracruzanos no quieren llamados a destiempo, ni palabras vacías, como las de ayer. Es necesario que el nuevo gobernante comience por tender puentes entre la sociedad civil y los grupos políticos ajenos al desorden, para que todos puedan crecer y robustecerse, retroalimentarse y, más que nada, redescubrir y reactivar el significado de esa actividad insustituible que es la política.

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