José Antonio Flores Vargas
Conforme pasan los años en Veracruz, es más grande la percepción de que el estado y la sociedad se encuentran en franca decadencia. A esta idea conducen los innumerables hechos negativos que casi todos los días nos restriega en la cara la realidad.
Hemos sufrido caídas de la economía, de los indicadores de producción, empleo e inversiones, del precio del petróleo, y de las remesas de migrantes, entre otros males. Para rematar, estamos resintiendo una estrepitosa caída de la confianza en las autoridades, y lo que es peor en las instituciones, en la sociedad, en los vecinos de nuestra colonia, y hasta en lo que se mueve a nuestro derredor.
Varios meses antes de que iniciara la época electoral para la gubernatura 2016-2018, se empezaron a destapar diversos asuntos locales que han incordiado a la población. Problemas de seguridad, de corrupción en las áreas de gobierno y de impunidad, han mostrado su peor cara, nunca antes vista.
Si hablamos de las actividades políticas y electorales en proceso, tenemos que aceptar que los candidatos a gobernador no avanzan con la mejor aceptación. Hay gente que les huye, como si un raro hedor los estuviera acompañando.
El desarrollo de campañas y debates no ha hecho más que incrementar la ausencia de credibilidad. Al pueblo veracruzano le cuesta trabajo confiar en eso.
Por ello, es deber ético que los hechos no se traten de enmascarar, ocultando lo que la sociedad sabe. Tampoco el catastrofismo es una herramienta que contribuye a la reflexión o análisis de las cosas políticas o sociales. Ni los paraísos idílicos, ni el elogio fácil, ni el análisis sesgado, pueden ser fuentes que enriquezcan la opinión, que en justo ejercicio protege la Ley Fundamental. Las ideas descontextualizadas incrementan el hartazgo social. El discurso demagógico, que cada día es más perceptible, no enriquece el debate público.
Quizá los veracruzanos crean poco, y menos en los candidatos, porque con lo que sucede, les cuesta creer hasta en ellos mismos. Es como si vivieran en estado de shock, a causa de la desmoralización, la desconfianza y el desánimo.
En Veracruz, cuesta creer que no estamos cayendo. Cuesta voltear hacia otro lado, para no ver que el estado se hunde en un oscuro pozo.
Hasta los más ecuánimes sienten terror y vértigo en la caída. Desesperadamente buscamos agarrarnos a algo para no caer. Se implora a los dioses para que alguien encuentre el equilibrio, tome o invente el timón, y nos conduzca a la llanura de la tranquilidad.
El actual estado de cosas fue ocasionado por gentes sin escrúpulos que sólo miraron su beneficio personal. Pero todavía quedan muchos veracruzanos dispuestos a relanzar Veracruz, aun cuando parezca que llevan una pesada cruz a cuestas.
Y afortunadamente, en todo esto hay algo que no se ha perdido. Existe una verdad. La gente sabe que cuesta caro elegir mal. Lo aprendieron gracias al sufrimiento. De ellos y de sus hijos.
El escritor francés Alejandro Dumas, lo dijo de esta manera: “el bien es lento porque va cuesta arriba; el mal es rápido porque va cuesta abajo”.
Deseamos un Veracruz distinto. ¿Cuánto cuesta la esperanza?