Jesús Lezama

“Nos ganó el pueblo”. No lo dijo, lo pensó. Era un dicho viejo, cruel y burlón, de un político encumbrado a un correligionario perdedor. Y también se refería a una jornada electoral. El angelito de su hombro derecho se lo repitió varias veces. De todos modos estaba solo para ser oído si lo decía, completamente solo (El gran solitario de Palacio, dixit Avilés Fabila), desparramado en el sillón de su despacho, desabrochado el botón de la camisa a la altura de la panza, por donde se asomaba oronda la carne blancuzca, se sentía extenuado, como si hubiera aguantado los doce rounds de una pelea ruda y al final perdida. Solo y preocupado, no triste. Con sus pensamientos ñoños: “Nos ganó el pueblo”. Él mismo se dio cuenta: era una gracejada, pero la voz cómica nunca se le dio –lo contrario sí– y tuvo seis años para confirmárnoslo. La voz del diablillo del otro hombro lo hizo arrellanarse: “Perdiste tú, qué”, le espetó.

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