Jesús Lezama 

Estamos en un momento muy raro para todos. Muchas personas aceptarán, otras no, que la crisis de la pandemia coronavirus Covid-19 es una llamada de atención. El mundo está prácticamente paralizado. Ojalá que este confinamiento sirva para sacar importantes lecciones de cara al futuro. La naturaleza, el creador o el universo, desde su sabiduría, nos está diciendo que teníamos que detenernos para pensar y profundizar un poco más las cosas, nuestra vida, cómo llevamos y conducimos nuestro entorno; el ritmo tan acelerado que llevamos y las mil cosas que habitan en nuestra cabeza.

Esta crisis nos hace a todos iguales, ha borrado las fronteras, las geografías, el color de piel, nos da la oportunidad de actuar solidariamente y modificar lo que desde hace tiempo no era importante. El coronavirus ha puesto en evidencia la vulnerabilidad de nuestra sociedad y la descomposición de los valores esenciales que compartimos como seres humanos.

En este confinamiento, el miedo también nos ha contagiado y este es más grave que el propio virus, lo que pone en evidencia los aspectos más primitivos del ser humano. Está bien que ese miedo nos haga reflexionar sobre nuestra fragilidad. Sin embargo, si nos atrapa, nos puede hacer luchar contra nuestros fantasmas y reaccionar contra ellos.

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Y es que desde un par de semanas se ha difundido profusamente la reflexión de la psicóloga italiana Francesca Morelli, que ofrece una perspectiva diferente sobre toda la situación que estamos viviendo. “Creo que el universo tiene su manera de devolver el equilibro a las cosas según sus propias leyes, cuando éstas se ven alteradas. Los tiempos que estamos viviendo, llenos de paradojas, dan que pensar… Aparece un virus que nos hace experimentar que, en un cerrar de ojos, podemos convertirnos en los discriminados, aquellos a los que no se les permite cruzar la frontera, aquellos que transmiten enfermedades. Aún no teniendo ninguna culpa… todos corremos 14 horas al día persiguiendo no se sabe muy bien qué, sin  descanso, sin pausa, de repente se nos impone un parón forzado. Quietecitos, en casa, día tras día. A contar las horas de un tiempo al que le hemos perdido el valor, si acaso éste no se mide en retribución de algún tipo o en dinero.”

Y la profesionista profundiza: “En una época en la que la crianza de los hijos, por razones mayores, se delega a menudo a otras figuras e instituciones, el Coronavirus obliga a cerrar escuelas y nos fuerza a buscar soluciones alternativas, a volver a poner a papá y mamá junto a los propios hijos. Nos obliga a volver a ser familia… En una dimensión en la que las relaciones interpersonales, la comunicación, la socialización, se realiza en el espacio virtual, de las redes sociales, dándonos la falsa ilusión de cercanía, este virus nos quita la verdadera cercanía, la real: que nadie se toque, se bese, se abrace, todo se debe de hacer a distancia, en la frialdad de la ausencia de contacto. ¿Cuánto hemos dado por descontado estos gestos y su significado?… En una fase social en la que pensar en uno mismo se ha vuelto la norma, este virus nos manda un mensaje claro: la única manera de salir de ésta es hacer resurgir en nosotros el sentimiento de ayuda al prójimo, de pertenencia a un colectivo, de ser parte de algo mayor sobre lo que ser responsables y que ello a su vez se responsabilice para con nosotros. La corresponsabilidad: sentir que de tus acciones depende la suerte de los que te rodean, y que tú dependes de ellos.”

Es el amor –la palabra más hermosa que puede expresar el ser humano- en los tiempos del coronavirus, el que nos tiene que volver a enseñar a vivir en pareja, en familia y en sociedad. Para ello, es necesario, primeramente, aprender a amarnos a nosotros mismos, a ser felices, para hacer felices a los demás. Está experiencia colectiva, traumática debe hacernos mejores personas. Más atentos a lo esencial, menos anhelantes de lo prescindible.

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