Jesús Lezama

Pudiera afirmarse que una buena mentira sostiene una civilización. Desde el emperador Segismundo la máxima política aludía a la necesidad de saber fingir para reinar. Los filósofos y los teólogos señalan a la mentira como ‘lo que es contrario a la mente, lo que se opone a la veracidad o la sinceridad’

Pero esos estudios llevan a la teoría de los actos del habla. El mentir no se reduce a su dimensión locucionaria, hay una intención de comunicar algo, aunque no sea verdad, lo que obliga a incorporar en el análisis del acto de habla del mentir, las dimensiones de la coherencia, de la autenticidad, de la fidelidad, de la honestidad, la trasparencia y, al mismo tiempo, la opacidad, las paradojas de la vida y la ironía de la existencia humana.

Bajo estas premisas no es lo mismo verdad que veracidad. La veracidad es la correspondencia o adecuación entre lo que la persona cree que es verdad y lo que la persona dice que es verdad. Veraz es la persona que dice aquello que ella cree que es verdad, aunque realmente lo que enuncia no sea verdad. No miente quien no dice la verdad, sino quien dice aquello que no cree que sea verdad. Ahora bien, la veracidad y la falsedad, la sinceridad o la falta de sinceridad dependen de la noción de verdad que se tenga y del análisis del acto lingüístico que profiere aquel interlocutor a quien consideramos como veraz o mentiroso.

Así pues, la mentira -en lo político- no tiene que valorarse sobre términos morales, sino funcionales. Prohibir a un político ‘mentir’ es tan absurdo como prohibir pensar. Y esta reflexión hace recordar aquel estudio difundido por la consultora política SPIN, dirigida por Luis Estrada, de hace casi un año, en la que, con sus datos, reveló que en las conferencias ‘mañaneras’ del presidente López Obrador había formulado más de 56 mil afirmaciones “falsas o engañosas” (88 por día), desde el inicio de su gobierno. Podrían ser más, o quizá menos, la cifra no es importante.

Ocupa que dieciocho años antes de llegar a la presidencia, López Obrador se dedicó a desmentir cifras, obras o acciones de los gobiernos para ganar notoriedad. Se presentaba como una persona honesta y se quejaba de que ‘todo caminaba mal’ en el país. Miles de giras proselitistas realizadas, en tiempos electorales o fuera de ellos, estaban consagrados a mostrar las mentiras de las administraciones en turno. Así picaba piedra en su peregrinar tormentoso.

A más de tres años de encabezar el gobierno de México, López Obrador adquirió fama de mentiroso. El presidente de México ha creado un monopolio de mentiras en este país. Todo lo que está fuera de lo que él diga, afirme, confirme o desvirtué, es falso. Lo grave de esto es que no miente bien, no crea alternativas a lo real, creíbles y sostenibles a largo plazo, conforme a nuestros sesgos cognitivos y sociales. De esa manera, el presidente López Obrador va demostrando que es un mentiroso disfuncional.

El Estado necesita limitar poderes, establecer ejes de balanceo y proporcionalidad y contribuir al moderno constitucionalismo de garantías y derechos fundamentales. Es claro que el continente jurídico y político no se corresponde en su contenido. En López Obrador no se adapta bien la congruencia material de la arquitectura constitucional exigente de límites, controles y separación de poderes. No, y quizá sea por el ‘envejecimiento cerebral’ señalado por el político Porfirio Muñoz Ledo.

Creer que un sistema de gobierno funcione sin mentiras es utópico. Pero los gobiernos han utilizado esta herramienta como instrumento de movilización y participación ciudadana, -sobre todo, en países como México, donde reina la pobreza, el engaño y la falta de cultura- y, bajo la bandera de la democracia, mienten en su discurso al asegurar que se trata de una integración del pueblo en el Estado. Ahí es cuando los partidos políticos actúan en masa (caso actual de Morena o el PRI otrora) y ‘resuelven’ necesidades previamente creadas al ciudadano.

Los mexicanos vamos aprendiendo a tolerar la hipocresía política por su funcionalidad, aunque seamos torpemente engañados. Solo en la fuga se perciben las manifestaciones de ironía, sarcasmo o secreto espionaje. Por ello, López Obrador va justificando todas sus acciones para seguir clavando el colmillo en lo público.

Los políticos siempre van a tener sobre sí, como la espada de Damocles, la tenebrosa acusación de que mienten, y ello será así porque siempre habrá ciudadanos que no le creerán cuando se equivoque y consideren a esa incongruencia un engaño (“dijo que no había crisis y resulta que había”), pero a su vez, siempre habrán otros que le creerán, y donde unos ven un engaño otros verán un simple error (“todos cometemos errores, rectificar es de sabios”).

El presidente López Obrador miente como todos los políticos, el problema es que no lo hace bien, lo ha hecho de forma disfuncional. Sus palabras contrastan con la realidad, pero como dijo Maquiavelo, “quien engaña encontrará siempre quien se deje engañar” o más coloquial “Miénteme más que me hace tu mentir feliz. Miénteme una eternidad”.

Para que haya un victimario, debe existir una víctima. En México se ha juntado el hambre con la necesidad: en pleno siglo XXI un pertinaz mentiroso disfuncional está guiando mal a un segmento poblacional de ingenuos útiles que no reconocen más verdad que las que les recetan a diario desde una conferencia mañanera y en los programas sociales.

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