Jesús Lezama

Cuando se habla fuerte y claro parece una falta de respeto para quien recibe el mensaje. Así ocurre en los países latinoamericanos. Si no expresas palabras mimosas, románticas, cursis, envueltas en diminutivos o a modo para el que se tiene enfrente, eres un grosero o prepotente -aunque te recuerden a tu madre o engañen-, lo importante es que las palabras suenen bonitas. “Dime que me amas, incluso si es mentira”.

Por eso, aquello de que “las palabras se las lleva el viento” no es creíble del todo. Las palabras crean, destruyen, moldean, edifican o transforman la mente, para después convertirse en pensamientos o acciones. En la antigüedad la palabra tenía tanta validez como la firma de cualquier contrato, el compromiso verbal era más que suficiente. 

El poder de las palabras no solo es un sistema de comunicación, sino también de creación de realidad. Quienes tienen mayor riqueza en el lenguaje, aprecian con mayor facilidad los matices de la vida, pero las personas que tienen una menor riqueza en la palabra están más limitadas y tienden a emplear términos absolutistas y codifican la realidad de una manera diferente. Por eso se afirma que las palabras determinan la arquitectura de la mente.

Y tratamos este tema por lo que sucede en México. El presidente Andrés Manuel López Obrador es un pastor mañanero que, aunque pareciera no tener un guion sobre lo que va a decir, sabe que las palabras que expresa a un pueblo dolido y jodido -por la endémica corrupción política que hay en todo el mundo-, llegan más a las personas que no han tenido las mejores condiciones para acceder a la educación (porque lo primero es comer). Y sabe que en eso tiene mayoría, no tiene oposición y, efectivamente, aplica la tesis de que los más necesitados “están moralmente derrotados”, por lo tanto, es más sencillo engañarlos.

En la actualidad, el gobierno lopezobradorista esta obstinado en difundir miles de encuestas que colocan a López Obrador con un grado de aceptación inigualable, a pesar del gobierno ineficiente, la corrupción gubernamental -y familiar, también-, los altos índices de incidencia delictiva y la expansión del crimen organizado. Y lo hace para alterar la realidad.

Entonces, desconfíe usted de las encuestas. Hay quienes por temor a una represalia o por malicia elemental mienten sobre sus preferencias o las mantienen en reserva. La imagen de honestidad y bonhomía de López Obrador es otra de sus armas para continuar con el engaño al pueblo bueno, al pueblo sabio. AMLO sabe el poder de sus palabras.

Morena es una agencia de empleos del gobierno, utiliza con libertad los dineros públicos (sobretodo en los estados -claro ejemplo Cuitláhuac García- y municipios); reparte puestos legislativos detentando la “alquimia electoral” del viejo PRI.

Los sectores más importantes, y quizá mayoritarios en el electorado mexicano deben tomar conciencia de la situación por la que atraviesa México. Los medios de comunicación masiva están obligados a desempeñar un papel positivo en la observación y crítica del proceso político mexicano.

La soberbia heredada a López Obrador por el PRI le obliga a encarar su propio pasado, aunque lo haga con error “preterintencional”, sufre de una manía persecutoria, tiene el extraño pasatiempo de armar gigantescos rompecabezas y proyecta en su presidencia sus delirios transformadores.

Para poder ubicarnos en la realidad, los mexicanos tenemos el compromiso de identificar el poder de las palabras crudas y duras, las de López Obrador y las de la sociedad pensante y observadora del acontecer cotidiano. Porque la historia siempre cobra sus deudas. Es el destino de la humanidad.

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