Jesús Lezama

Rememoro el día primero de julio de 2018 en que Andrés Manuel López Obrador ganó democráticamente las elecciones presidenciales en México. Y recuerdo el rostro desangelado de la población mexicana que se contrastaba con la esperanza de cambio de 30 millones de personas que votaron para hacer una “historia diferente”.

“Tenemos que aceptar una nueva realidad”, advertí a la persona que estaba conmigo ese día. “Primero el sentimiento del deber, antes que la resignación”, expresé. En las calles, la gente se veía entre sí con asombro y esperanza. Los rumores sobre el futuro de México concordaban con el discurso del triunfador. Algunas personas que se acercaron a nosotros decían “hay que hacer algo”, pero era una frase que podía tener varias motivaciones e interpretaciones. En mi interior reconocí que “López Obrador había alcanzado el sueño de ser presidente de México.”

Después de tantos meses evoco ese episodio con melancolía. Los ciudadanos dispensaron su confianza con legitimidad. Otros, en cambio, solo se arrogaron el derecho de ejercer sus privilegios para, entre bambalinas, seguir en el flagrante abuso de poder. 

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Se debe ser ciudadano entre ciudadanos. Pero en el enorme grupo de seguidores que tiene AMLO, algunos se vanaglorian de ser personal estratégico, aunque no se sabe bien de quién, ni para qué. Quizá ahí exista una diferencia entre la grandeza y la mediocridad. 

Andrés Manuel se montó en una ola de descontento colectivo generado por la corrupción y la violencia. Esas fueron dos de las principales razones de su aplastante triunfo. El resultado en las urnas representó un rechazo evidente al statu quo de la nación, que durante el último cuarto de siglo se ha definido por una visión centralista y por una adopción de la globalización que muchos mexicanos sienten que no ha servido. 

Y en modo 4T sigue sin servir. El gobierno de López Obrador y sus seguidores reviven al político radical que menosprecia las críticas en los medios y en todos lados. Los lopezobradoristas tienen su arte oficial, su ciencia y sus datos, su propia intelectualidad justicialista, y un bizarro sistema de publicaciones diseñadas para lisonjear al líder a través de una alegre jauría de mediocres aduladores bajo contrato. 

Los regímenes caudillistas no son simples procesos políticos colectivistas enfocados en maximizar la figura de un líder mesiánico autoritario, sino que también son desafortunados desbordes de mal gusto, de complicidades, de mala intención y de estupidez instituida.

Y de nuevo recuerdo. La política da muchas vueltas para, finalmente, terminar en el mismo lugar.

¿Quiénes somos y qué deseamos ahora?

Quizá después también rememore. O conmemore, si es que las utopías y los anhelos llegan a hacerse realidad.

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