Jesús Lezama

Diario de un mal año. Así podría etiquetarse un casillero de la memoria de los veracruzanos al hacer un recuento hasta este momento de los tiempos que vivimos y sufrimos en el estado, pero la frase alude al título de uno de los libros de J. M. Coetzee. Sobre la democracia, se subtitula el tercer capítulo de esta obra del admirable Premio Nobel de Literatura sudafricano nacionalizado australiano (“Los novelistas siempre tendremos a Coetzee para leer. Es el escritor de los escritores”: Carlos Fuentes). Vale la pena, en el segundo aniversario que celebramos hoy de nuestro portal Palabras Claras, reproducir, como un humilde y merecido regalo para nuestros estimados lectores, por seguirnos estos 700 días, el breve pero sustancioso capítulo tres de Diario de un mal año (Mondadori, 2007): “El principal problema en la vida del estado es el problema de la sucesión: cómo asegurar que el poder pasará de unas manos a las siguientes sin un enfrentamiento armado. En las épocas de estabilidad nos olvidamos de lo terrible que es la guerra civil y la rapidez con que se convierte en una matanza sin sentido. La fábula de René Girard sobre los gemelos en lucha fratricida viene al caso: cuanto menores sean las diferencias fundamentales entre los dos partidos, tanto más implacable es su mutuo odio. Uno recuerda el comentario de Daniel Defoe sobre las luchas religiosas en Inglaterra: que los partidarios de la iglesia nacional juraban odiar a los papistas y el papado sin saber si el Papa era un hombre o un caballo. Las antiguas soluciones al problema de la sucesión tienen un aspecto claramente arbitrario: a la muerte del dirigente, el primogénito varón le sucederá en el poder. La ventaja que tiene el primogénito varón estriba en que el primogénito varón es único: la desventaja es que el tal primogénito varón quizá carezca de aptitud para gobernar. Los anales de los reinos rebosan de historias de príncipes incompetentes, por no hablar de reyes incapaces de engendrar hijos varones. Un sistema en el que muchos (aunque generalmente sólo son dos) candidatos al liderazgo se presentan al pueblo y se someten a votación, es sólo uno más entre un montón que se le podrían ocurrir a una mente inventiva. No es el sistema lo que importa, sino el consenso para adoptarlo y atenerse a los resultados. Así pues, la sucesión mediante el primogénito no es por sí misma ni mejor ni peor que la sucesión mediante elecciones democráticas. Pero vivir en tiempos democráticos significa vivir en tiempos en los que sólo el sistema democrático tiene aceptación general y prestigio. De la misma manera que en la época de los reyes habría sido ingenuo pensar que el primogénito varón del rey sería el más capacitado para gobernar, así en nuestro tiempo es ingenuo pensar que el dirigente democráticamente elegido será el más adecuado. El gobierno de sucesión no es una fórmula para identificar al mejor gobernante, es una fórmula para conferir legitimidad a uno u otro y prevenir así el conflicto civil. El electorado, el demos, cree que su tarea consiste en elegir al mejor hombre, pero lo cierto es que se trata de una tarea mucho más sencilla: la de ungir a un hombre (vox populi vox dei), no importa a quien. Contar votos puede parecer un medio para averiguar cuál es la verdadera (es decir, la más ruidosa) vox populi, pero el poder de la fórmula de contar votos, como el poder de la fórmula del primogénito varón, radica en el hecho de que es objetiva, sin ambigüedad, y está fuera del campo de la discusión política. Lanzar una moneda al aire sería igualmente objetivo, igualmente carente de ambigüedad, igualmente indiscutible, y, en consecuencia, igualmente podría afirmarse (como se ha afirmado) que representa la vox dei. Nosotros no elegimos a nuestros dirigentes lanzando una moneda al aire (lanzar monedas se asocia con la actividad del juego, de baja categoría), pero ¿quién se atrevería a afirmar que el mundo estaría en peor estado de lo que está si sus dirigentes hubieran sido elegidos desde el comienzo por el método de la moneda? Al expresarme así imagino que estoy argumentando esta actitud antidemocrática ante un lector escéptico que continuamente comparará mis afirmaciones con los hechos sobre el terreno: ¿cuadra lo que digo de la democracia con los hechos acerca de la democrática Australia, el democrático Estados Unidos, etcétera? El lector debería tener presente que por cada Australia democrática hay dos Bielorrusias o Chads o Fijis o Colombias que igualmente suscriben la fórmula del recuento de papeletas de voto. Según el criterio predominante, Australia es una democracia avanzada. Es también una tierra donde abunda el cinismo acerca de la política y el desprecio a los políticos. Pero tal cinismo y tal desprecio están cómodamente instalados dentro del sistema. Si usted tiene reservas sobre el sistema y quiere cambiarlo, dice el argumento democrático, hágalo dentro del sistema: preséntese como candidato a un cargo político, sométase al escrutinio y el voto de sus conciudadanos. La democracia no permite una política fuera del sistema democrático. En este sentido, la democracia es totalitaria. Si usted discrepa de la democracia en una época en la que todo mundo afirma ser en cuerpo y alma demócrata, corre el peligro de perder el contacto con la realidad. A fin de recuperar el contacto, en todo momento debe recordarse lo que supone enfrentarse al estado, el estado democrático o cualquier otro, en la persona del funcionario estatal. Entonces pregúntese: ¿quién sirve a quién? ¿Quién es el siervo, quién el amo?”.

 

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