A Octavio Paz, uno de los más grandes poetas mexicanos si no es que el más, en estas fiestas de los fieles difuntos queremos levantar un altar de letras con Las palabras que él gustaba y degustaba (Dales la vuelta, / cógelas del rabo (chillen, putas), / azótalas, / dales azúcar en la boca a las rejegas, / ínflalas, globos, pínchalas, / sórbeles sangre y tuétanos, / sécalas, / cápalas, / písalas, gallo galante, / tuérceles el gaznate, cocinero, / desplúmalas, / destrípalas, toro, / buey, arrástralas, / hazlas, poeta, / haz que se traguen todas sus palabras). Hace más de medio siglo, más, el poeta escribió su ensayo preliminar El laberinto de la soledad, en el que restituye al mexicano su individualidad histórica mediante la crítica de su ser sicológico y metafísico, y que desde el mediodía del siglo pasado a la fecha es referencia obligada para conocer nuestro contexto en el mundo contemporáneo. En el capítulo Todos Santos, Día de Muertos, Paz, fallecido hace 20 años, más, y a quien hoy levantamos este altar de letras, afirma: “La muerte es un espejo que refleja las vanas gesticulaciones de la vida. Toda esa abigarrada confusión de actos, omisiones, arrepentimientos y tentativas —obras y sobras— que es cada vida, encuentran en la muerte, ya que no sentido o explicación, fin. Frente a ella nuestra vida se dibuja e inmoviliza. Antes de desmoronarse y hundirse en la nada, se esculpe y vuelve forma inmutable: ya no cambiaremos sino para desaparecer. Nuestra muerte ilumina nuestra vida. Si nuestra muerte carece de sentido, tampoco lo tuvo nuestra vida. Por eso cuando alguien muere de muerte violenta, solemos decir: ‘se lo buscó’. Y es cierto, cada quien tiene la muerte que se busca, la muerte que se hace. Muerte de cristiano o muerte de perro son maneras de morir que reflejan maneras de vivir. Si la muerte nos traiciona y morimos de mala manera, todos se lamentan: hay que morir como se vive. La muerte es intransferible, como la vida. Si no morimos como vivimos es porque realmente no fue nuestra la vida que vivimos: no nos pertenecía como no nos pertenece la mala suerte que nos mata. Dime cómo mueres y te diré quién eres. Para el mexicano moderno la muerte carece de significación. Ha dejado de ser tránsito, acceso a otra vida más vida que la nuestra. Pero la intranscendencia de la muerte no nos lleva a eliminarla de nuestra vida diaria. Para el habitante de Nueva York, París o Londres, la muerte es la palabra que jamás se pronuncia porque quema los labios. El mexicano, en cambio, la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente. Cierto, en su actitud hay quizá tanto miedo como en la de los otros; mas al menos no se esconde ni la esconde; la contempla cara a cara con impaciencia, desdén o ironía: si me han de matar mañana, que me maten de una vez”. 

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