Jesús Lezama
El tamaño cívico de una sociedad se mide, en buena parte, por la forma en que aplaude -o cuestiona- a sus gobernantes. En los países dominados por el populismo, el aplauso sustituye al pensamiento y la consigna reemplaza a la razón. Se festeja todo y no se cuestiona nada.
Basta que un gobernante cumpla de manera parcial con una obligación legal para que una turba de zalameros, propagandistas e “influencers” financiados con recursos públicos sature las redes sociales con elogios grotescos. El deber constitucional se convierte, por arte de propaganda, en hazaña histórica. La mediocridad elevada a virtud.
Ahí están los ejemplos cotidianos. Políticos grabando videos para presumir el bacheo de carreteras, el reencarpetamiento de un tramo o la pintura de una línea vial, como si el mantenimiento de la infraestructura no fuera una responsabilidad elemental del cargo. Otros organizan posadas coloridas, con luces, música y discursos vacíos, donde rifan regalos que, en muchos casos, terminan repartiéndose entre ellos mismos o entre sus incondicionales, todo bajo el disfraz de cercanía con el pueblo.
Esta degradación no distingue partidos ni colores. En México, cumplir la ley se publicita como si se tratara de un acto heroico, cuando en realidad no es más que una exigencia mínima del poder público. El político no hace favores: administra recursos que no le pertenecen y ejecuta funciones que está obligado a cumplir. Aplaudirle por ello es aceptar la normalización del incumplimiento.
El problema se agrava cuando ese aplauso proviene de sectores socialmente vulnerables, con limitado acceso a educación y pensamiento crítico. Son el blanco perfecto de la manipulación política. Se les vende propaganda como verdad y se les entregan migajas como si fueran conquistas históricas.
Quien nunca ha tenido esa oportunidad educativa difícilmente puede dimensionar el riesgo. No teme al peligro porque no lo identifica; no lo identifica porque carece de información y referentes para distinguir entre lo correcto y lo nocivo. Así se construye al votante cautivo, dependiente y agradecido de aquello que, en realidad, le pertenece por derecho.
Los políticos lo saben y lo explotan. Compran voluntades con dádivas que duran días, pero cuyos efectos electorales se prolongan por años. Un regalo, una rifa o un evento festivo bastan para asegurar votos que sostienen gobiernos de tres o seis años. El intercambio es perverso y profundamente desigual.
Y cuando el poder cambia de manos, el espectáculo se repite: el barco queda averiado, los oportunistas lo abandonan, el árbol cae y todos hacen leña. Nadie rinde cuentas, nadie asume responsabilidades. Solo cambian los rostros, no las prácticas.
Ese es el verdadero fracaso: una sociedad entrenada para aplaudir su propia precariedad.









