Jesús Lezama
En el México contemporáneo Morena insiste en proyectar una imagen de superioridad moral y pulcritud pública. Sin embargo, basta un examen mínimo para advertir una fisura persistente. Una cadena de episodios, señalamientos y omisiones que han colocado al partido gobernante en el centro de un debate incómodo sobre su relación -por conveniencia, tolerancia, incapacidad o negación inútil- con el crimen organizado.
No se trata de dictar sentencias sin proceso. Pero la política opera bajo una lógica distinta a la judicial: la percepción pública. Y en ese terreno, Morena arrastra un lastre que ya no puede ocultarse con discursos.
El obradorismo dejó una fórmula riesgosa. A un discurso moralizante se le superpuso una estrategia de seguridad que, en la práctica, funcionó más como coartada que como política de Estado. El eslogan “abrazos, no balazos” terminó por interpretarse como una señal de repliegue o entreguismo. Mientras el crimen avanzaba, el Estado retrocedía; los vacíos de autoridad no tardaron en ser ocupados.
Ese legado condiciona el presente. Aunque Claudia Sheinbaum intenta mostrar control y distancia, las sombras del pasado reciente -y del presente inmediato- siguen operando tras bambalinas.
Los ejemplos se acumulan y, juntos, dibujan un patrón difícil de desestimar.
Tabasco. El caso de Hernán Bermúdez, exsecretario de Seguridad estatal durante el gobierno de Adán Augusto López, señalado por presuntos vínculos con la célula criminal conocida como La Barredora. No existe condena judicial, pero su sola mención expone fallas graves en los filtros, la supervisión y el control político que Morena asegura ejercer.
Sinaloa. El gobernador Rubén Rocha Moya gobierna un estado donde la historia criminal no es pasado, sino presente. La sospecha permanente de una cercanía incómoda con el poder fáctico convive con una realidad incuestionable: amplias zonas del territorio operan bajo una dualidad de autoridad que el gobierno estatal parece más dispuesto a administrar que a confrontar.
CATEM. La detención de Ángel “N”, El Limones, presunto operador criminal, abrió un flanco adicional. Su supuesta cercanía con estructuras de la Confederación Autónoma de Trabajadores y Empleados de México (CATEM), organización ligada políticamente a Pedro Haces, dejó un aroma de complicidad que la dirigencia no ha logrado disipar. El intento de minimizar el episodio no evitó el daño reputacional.
Frente a estos episodios -heredados y protegidos durante los años del obradorismo- el llamado “segundo piso de la transformación” ha mostrado un contraste revelador. Mientras las presuntas redes de colusión criminal permanecen sin una judicialización clara, el gobierno de Claudia Sheinbaum, a través de la Fiscalía General de la República encabezada por Ernestina Godoy, ha optado por impulsar acciones penales contra figuras críticas.
El caso de María Amparo Casar, presidenta de Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad (MCCI), por una pensión post mortem, otorgada por Pemex hace más de dos décadas -y validada previamente por resoluciones judiciales- refuerza la percepción de selectividad política. No es solo una disputa legal; es un mensaje.
La narrativa oficial se repite. Todo es invención de adversarios, manipulación mediática o ataque conservador. Esa explicación ha perdido eficacia. Cuando los episodios se multiplican, cuando los nombres se repiten y los escándalos emergen en distintos estados bajo la misma bandera partidista, la negación deja de ser defensa y se convierte en confesión de incompetencia.
Claudia Sheinbaum enfrenta hoy su desafío central. No basta con ser la sucesora del líder; debe demostrar que no será heredera de sus sombras. Minimizar señalamientos, responder con desdén o repetir la estrategia de mirar hacia otro lado mientras el crimen ocupa los espacios abandonados por la autoridad sólo confirmaría una continuidad peligrosa, no de proyecto, sino de erosión institucional.
Morena puede seguir exhibiendo triunfos electorales. Pero la disputa decisiva -la del Estado contra la criminalidad- permanece inconclusa. En tanto no existan resultados verificables, estos episodios seguirán acumulándose y alimentando la percepción de un partido que convive demasiado cerca de un poder que no se elige en las urnas.
México no necesita distractores ni la ya cansina retórica matutina. Necesita un gobierno que deje de explicar y empiece a gobernar; un partido que deje de justificarse y empiece a limpiar su propia casa; y una Presidencia que recuerde que la sombra del crimen organizado no se disipa con declaraciones, sino con autoridad.
Hasta ahora, esa autoridad sigue sin aparecer.










