Jesús Lezama

Oscar es un nombre que impresiona, no por su sonido ni por su simpleza de pronunciación casi monosilábica, sino por lo que resulta obtenerlo y tenerlo entre las manos, acariciarlo. Aunque sólo está chapeado, es una mina de oro. Tiene sus detractores, pero es el premio que más brilla y más vale en el firmamento de las estrellas de Hollywood. “Es un honor insultante. Es como si le dieran un premio al rey de Inglaterra por ser rey”, dijo George Bernard Shaw en 1938 cuando ganó el premio por el guión de Pigmalión. Sin embargo, es, de hecho, el mayor deseo de los astros, hombres y mujeres que se dedican a hacer, escribir, dirigir e interpretar historias y personajes para el cine. La edad no pasa por él: nació un 16 de mayo de 1929 en el Hotel Roosevelt de Hollywood. Douglas Fairbanks fue el primero que lo tuvo en sus manos y se vio obligado a dárselo a otro. “The Winner is…” son unas palabras mágicas e inquietantes que hacen tragar saliva de más a los cinco candidatos para obtener el Oscar escogidas previamente por los científicos de lo que una vez se llamó celuloide. Otros millones de insignificantes espectros sólo observan y se comen las uñas porque tienen su luminaria favorita. Y es que se vale soñar porque el cine es sueño y ensueño. El 4 de mayo de 1927, 36 hombres de la industria del cine se reunieron y decidieron crear la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas de Hollywood y su presidente, Samuel B. Mayer, propuso la creación de un premio anual en forma de estatuilla. Cedric Gibbons fue el encargado del diseño: un hombre desnudo posando con una espada y de pie encima de una bobina de película. Cuentan que Gibbons la diseñó en un restaurante, la dibujó en una servilleta y que el modelo fue Emilio El Indio Fernández, que en ese entonces participaba como bailarín en la película Volando a Río, recomendado por su amiga Dolores del Río, entonces casada con Gibbons, quien además de pasar a la historia como uno de los mejores directores artísticos del cine estadounidense, estableció el doble récord de ser nominado al Oscar en treinta ocasiones y ganarlo en once. Al principio la estatuilla no tenía nombre, pero sucedió que Margaret Herrich, bibliotecaria de la Academia recién creada, al verla ya esculpida exclamó que se parecía a su tío Oscar. Walt Disney la escuchó. El creador de los más famosos y reconocidos personajes de dibujos animados fue el primero en recibir en 1929 la estatuilla de manos de Douglas Fairbanks. Al recibirla Walt Disney dijo: “Gracias por este Oscar”. Desde entonces se llama así y desde esos tiempos despierta los más diversos sentimientos entre las contadas estrellas postuladas para obtenerlo, con todo y sus omisiones, y entre los millones de espectadores que, con un ansia no declarada, esperan el día de la entrega del Oscar, que en un principio fueron tres docenas de hombres los que decidieron crearlo y ahora son seis mil los que deciden quien se merece esa estatuilla de britanio (aleación de estaño) bañada en oro y que mide 34.29 centímetros y pesa 3.85 kilos. Desde un principio no tuvo un escenario fijo para su entrega, pero a partir de la edición 73 de la ceremonia más ostentosa del cine universal y precursora de la ahora archisupersocorrida alfombra roja, su sede es el Teatro Kodak, ahora Dolby, espacio angelino perteneciente a un complejo arquitectónico fastuoso y omnipotente, precisamente como el Oscar, del que Dustin Hoffman, cuando lo recibió hace más de tres décadas por su actuación en Kramer contra Kramer, dijo: “No tiene genitales”, y George C. Scott, cuando lo ganó en 1970 como mejor actor por Patton y no acudió a recogerlo, declaró: “Las ceremonias del Oscar son un desfile de carne de dos horas de duración y todo por motivos económicos”. De ahí en fuera todo han sido aplausos. Sólo ha habido un abucheo en la historia de la entrega de los premios más codiciados del cine en Hollywood: para Elia Kazan, cuando hace años se le entregó el Oscar Honorífico ante el desacuerdo de los presentes por su participación en la caza de brujas, al delatar en 1952 a ocho compañeros de su célula comunista y que desde entonces vivió con el estigma del traidor. Kazan nunca se arrepintió de su decisión y “nunca dudé en que volvería a hacerlo”, escribió en sus memorias el director de Nido de ratas, película que justificaba que a los corruptos hay que delatarlos para proteger la democracia y por la que obtuvo un Oscar en 1954 como mejor director. Y es que así es Hollywood, así son sus estrellas, sus historias y su vellocino de oro: el Oscar, cuya ceremonia de entrega se celebrará este domingo en el Teatro Dolby de Los Angeles, antes Kodak.

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