A mas de ocho años de haber sido detenido en Guatemala y sentenciado por delitos de asociación delictuosa y lavado de dinero en México, Javier Duarte de Ochoa podría quedar en libertad en cuestión de horas. El exgobernador de Veracruz ha solicitado la libertad anticipada, luego de cumplir más del 90 % de su condena de nueve años. Su audiencia se realizará este 12 de noviembre a las 10:30 de la mañana, y de obtener un fallo favorable, podría abandonar de inmediato el Reclusorio Norte.

La noticia no sorprende. Desde hace meses, Duarte había movido sus piezas legales tras haber sido absuelto en 2024 del cargo de desaparición forzada, uno de los procesos que más lo mantenían atado. Pero más allá del expediente judicial, lo que vuelve a poner su nombre en la conversación pública es el retrato político de su caída: una red de lealtades rotas, de excolaboradores que, cuando el barco se hundió, prefirieron salvarse a costa del capitán.

Los que saltaron primero

Durante su mandato (2010-2016), Duarte construyó una estructura de poder que parecía indestructible. Empresarios, operadores, familiares y funcionarios se movían bajo su sombra. Pero cuando la corrupción dejó de ser rumor y se convirtió en evidencia, las ratas saltaron del barco.

Algunos de sus hombres más cercanos como Jaime Porres, Moisés Mansur, Vicente Benítez, Tarek Abdalá, Juan Manuel del Castillo, principalmente, negociaron con las autoridades federales y estatales -entiéndase Miguel Ángel Osorio Chong y Miguel Ángel Yunes Linares– proporcionando información y testimonios a cambio de protección legal. Otros, como exsecretarios y asesores, recurrieron a criterios de oportunidad para evitar la cárcel. Incluso figuras políticas que antes lo aplaudían se deslindaron con rapidez, como si nunca hubieran formado parte de su círculo.

La traición también vino del lado institucional. El PRI, partido que lo llevó al poder, fue el primero en marcar distancia. En 2016, los discursos oficiales lo señalaron como una “vergüenza” para el tricolor, cuando apenas unos meses antes presumían su gestión como modelo de modernidad. Así se escribe la hipocresía política mexicana: primero lo encumbran, luego lo entierran.

Que Duarte recupere su libertad no necesariamente representa una injusticia legal, pero sí una señal de cómo el sistema judicial se acomoda a los tiempos políticos. No se trata de impunidad directa, sino de un aparato que olvida rápido. La pregunta es: ¿y los recursos desviados? ¿y los proyectos fantasma? ¿y las vidas afectadas por la corrupción que se enquistó en su gobierno?

Veracruz sigue esperando respuestas. La liberación de Duarte podría ser el cierre administrativo de un expediente o la caja china de Claudia Sheinbaum para apartar del escenario el “Movimiento del Sombrero” del alcalde asesinado Carlos Manzo en Uruapan o el distractor de la agenda errática de la gobernadora de Veracruz Rocío Nahle, pero no el cierre moral de una herida colectiva. Si algo ha demostrado este caso, es que en México la memoria pública dura menos que un ciclo electoral.

El costo de la traición

Duarte no cayó solo por sus excesos, sino por el abandono de los mismos que se beneficiaron de él. Los aliados que le juraron lealtad fueron los primeros en entregarlo. Hoy, mientras espera que una jueza determine si puede salir de prisión, esos antiguos colaboradores disfrutan de libertad, poder, dinero e incluso cargos públicos.

Esa es la mayor traición: no la que se comete contra un hombre, sino la que se perpetra contra la justicia.

Si Javier Duarte camina libre mañana, no será por inocencia, sino por un sistema que perdona rápido y olvida aún más rápido. Pero su salida también reabre un espejo incómodo: los que lo traicionaron no lo hicieron por ética, sino por conveniencia.

Y Veracruz, una vez más, deberá preguntarse si aprendió algo de aquella lección o si está condenado a repetir la historia… con otro nombre y otro color de partido.

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