Por Juana Elizabeth Castro López

El amor da sentido, razón de ser y dinamismo a la fe y la esperanza. Pero, ¿qué tipo de amor? Y, ¿cómo incorporar ese amor al binomio de fe y esperanza, para que éste se dinamice hasta el punto de poder mover montañas? Para tratar de explicarlo abordaremos un sencillo enfoque teológico que nos llevará a tener fe vigorosa y esperanza en gozo, que mira de frente al Amor que va más allá de todo entendimiento humano.

Para empezar, tomando en cuenta que las palabras fe, esperanza y amor pueden presentar muchos significados, detallemos de qué fe, esperanza y amor estamos hablando:

Comencemos por precisar que la fe a la que nos referimos se define como “…la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve.” (Hebreos). La esperanza, entonces, puede decirse que es consecuencia de la fe y resulta ser una mixtura compuesta de esta última y de confianza, por lo tanto, se trata de una “expectación progresiva” en certidumbre. El siguiente ejemplo nos ayudará a comprender el rol que deben jugar la fe, la esperanza y el amor para desarrollar una estrecha y sana relación filial con la deidad: cuando un niño le pide a su padre un juguete caro, necesita fe para acercarse a presentar su petición, es decir, requiere creer en su amoroso padre.  Y, cuando el papá promete comprarlo, allí surge la esperanza de que tarde o temprano el padre cumplirá. Como se puede apreciar, la esperanza del niño está en relación directa con la confiable promesa del padre. Es decir, la seguridad de que se realice algo deseado, no está puesta en la cosa esperada (un juguete en el caso de la ilustración), sino en el padre, que porque ama al hijo le da promesa que alienta su esperanza, respuesta positiva a su petición. 

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De manera similar, cuando en oración nos acercamos a Dios para pedirle algo, lo hacemos por fe y sabemos que “todas las promesas de Dios son en él Sí, y en él Amén…” (Pablo). En otras palabras, la esperanza mira de lejos el cumplimiento de la promesa, con la confianza y certeza (fe) de que la verá cumplida, porque fiel es el que promete. Tanto la fe como la esperanza pueden colocarse erróneamente en el objeto esperado (sea éste un juguete, la salud, finanzas sanas o el remedio a un problema); cuando, en justicia, la fe y la esperanza deben depositarse en el Padre, su amor y su fiel promesa.

En cuanto al amor, tratar de definirlo es algo de dimensiones sublimes; sobre todo porque nos estamos refiriendo al inefable amor de Dios, no obstante, siguiendo la ilustración del niño que quiere un juguete, es posible entender cómo sin el ingrediente “amor”, entre padre e hijo, la fe y la esperanza del niño están muertas; porque es menester que el padre ame al hijo y este ame al padre, para que brillen en el hijo la fe y la esperanza. Si el padre y/o el niño se odian, no puede haber ni fe ni esperanza.

Las Sagradas Escrituras afirman que Dios es Amor. Él toma la iniciativa de amar a sus hijos y los exhorta a permanecer en Amor, como afirma Juan, teólogo del siglo I d.C. y discípulo de Jesús:  

Este es el mensaje: amémonos los unos a los otros, porque el amor viene de Dios, y todo el que ama ha nacido de él y lo conoce. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor. ¿Y cómo manifestó Dios su amor a nosotros? Así manifestó Dios su amor entre nosotros: en que envió a su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por medio de él.  En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo para que fuera ofrecido como sacrificio por el perdón de nuestros pecados.

Si un padre no ama a sus hijos, éstos difícilmente podrán amar a ese padre. Así que, del amor que Dios Padre prodiga, los hijos toman para amar al Padre y a sus hermanos. Bajo ese ámbito de amor, la fe crece y se fortalece; tiene la certeza de lo que espera, aunque aún no lo vea.

El Amor es un fruto del Espíritu y cuando está presente en los hijos confirma la paternidad de Dios, porque “el amor viene de Dios, y todo el que ama ha nacido de él y lo conoce” (Juan). 

Con ello arribamos a la conclusión de que su amor por nosotros es el que desvanece toda sospecha de un “no” por respuesta; apoyándonos, en primer lugar, en la esencia de su ser: Dios es Amor y, en segundo lugar, en la poderosa evidencia de su amor, ya que, de tal manera amó Dios al mundo que no le negó ni a su Unigénito. Ciertamente, su amor es verdadero y va más allá de todo entendimiento humano. Conscientes de que él nos ama, la fe y la esperanza alcanzan su total potencial cimentándose en la fidelidad de su “Sí” y su “Amén”. 

Afirmada en la certeza de su amor, la fe crece y da paso a la esperanza en certidumbre, convirtiendo al binomio de fe y esperanza en tan poderosa dinamita, que puede lograr mover montañas. Incorporamos el amor a este binomio cuando llegamos a saber y aceptamos que Dios nos ama.

Comentarios al correo juanaeli.castrol2@gmail.com

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