Por Juana Elizabeth Castro López

Los procesos son una sucesión de fases o acciones que se realizan con cierto orden y se dirigen a un punto o finalidad. La vida, en sí, es una serie interminable de procesos, por ejemplo, nacer, crecer, morir.  Gran parte de ellos son independientes de la voluntad del hombre, sin embargo, bajo la luz de la teología cristiana es posible percibir dos procesos que dependen totalmente de la voluntad del ser humano y son trascendentales, pues, tienen consecuencias muy importantes en todos los demás procesos, más de lo que cabría esperar, ya que, llevan a las personas a transformarse en lo que son en su presente. Son opuestos uno del otro y es importante conocerlos. Ellos son: el proceso de Dios y el proceso del mundo. Todo ser humano, consciente o inconscientemente, está viviendo uno de estos procesos. Y, por salud física, mental y espiritual, es bueno conocerlos y distinguir claramente uno del otro, para elegir con discernimiento. 

En el proceso de Dios; los medios son lo que importan, no el fin. Por ejemplo, cuando hace frío nos ponemos un gorro, pero, éste no es el que importa sino el proceso que antecedió su arribo a nuestra cabeza. Es decir, si fue hecho con amor por una persona o realizado por una máquina, si fue mamá o una artesana quien lo tejió, todos estos elementos del proceso son los que importan, más que el gorro mismo. 

La siguiente ilustración nos puede ayudar a entender lo antes planteado: David era un pastorcito que fue expuesto al proceso de Dios desde el momento en que su vida cobró propósito, al ser ungido para, en el futuro, ser el sucesor del rey Saúl, fue entonces que “el Espíritu del SEÑOR vino con poder sobre David, y desde ese día estuvo con él”. Tiempo después, cuando su país estaba en guerra contra los filisteos y él se hallaba a punto de enfrentarse al gigante Goliat, David le cuenta al rey Saúl sobre el proceso por el que había pasado, cuando le dice: “Tu siervo era pastor de las ovejas de su padre; y cuando venía un león, o un oso, y tomaba algún cordero de la manada, salía yo tras él, y lo hería, y lo libraba de su boca; y si se levantaba contra mí, yo le echaba mano de la quijada, y lo hería y lo mataba. Fuese león, fuese oso, tu siervo lo mataba; y este filisteo… será como uno de ellos, porque ha provocado al ejército del Dios viviente”. En ese proceso, David no sólo enfrentó animales peligrosos sino, también, repudio y envidias, pues sus propios hermanos lo despreciaban. Sin embargo, David, que se enfrentó con el gigante Goliat y lo venció, nunca buscó confrontación con sus hermanos; porque la actitud con que se vive el proceso es parte importante del mismo.

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El proceso divino es adiestramiento hombro a hombro con un entrenador que nunca abandona y que es Dios mismo. Por eso David, cuando vio a Goliat, dijo: “El SEÑOR, que me libró de las garras del león y del oso, también me librará del poder de ese filisteo” (Samuel). Sin embargo, lo importante no fue su triunfo sobre Goliat sino el proceso que lo capacitó para tal hazaña. En su cotidiano entrenamiento el latido de su corazón se convirtió en un eco del corazón de Dios.  David fue de poder en poder.

En cambio, en el proceso del mundo, lo que importa es el fin y no el proceso. Pensemos en Hitler, como un ejemplo extremo; él iba tras un objetivo, sin importar los procesos o medios. La esencia del proceso del mundo se halla en la frase de Maquiavelo, quien dijo: “el fin justifica los medios”.   El ser humano es proclive a esta forma de pensamiento, es decir, tiene inclinación o disposición natural hacia el proceso del mundo. Esto ha vuelto a la humanidad sumamente violenta, pues, no falta quien, por el fin que persigue, vendería a su propia madre con tal de lograr lo que quiere, porque cree que el objetivo final es más importante que la manera de lograrlo y, por lo tanto, piensa que cualquier medio es válido. Es así como se transforma en lo que es. Pero, en verdad, no tiene ni idea de lo que está perdiendo; porque, el proceso del mundo es un enemigo que busca, a toda costa, derribarlo de su posición de hijo, delante de Dios. 

Jesucristo escogió, voluntaria y libremente, vivir el proceso de Dios. Él enfrentó el más gigante de los desafíos: desvestirse de su poderío divino, para vestirse de la fragilidad humana. Así, fue entrenado en medio del sufrimiento, despojado de toda su gloria divina se convirtió en siervo sufriente y aprendió obediencia. Es Jesucristo, en medio del entrenamiento, quien nos aconseja: “buscad el reino de Dios, y todas estas cosas [bienes y riquezas] os serán añadidas” (Lucas). Este consejo es la antítesis, es decir, lo opuesto a la frase de Maquiavelo. Lo que Jesús quiso decir es que debemos esmerarnos en el proceso porque lo demás –o sea, el fin- viene por añadidura. Jesús enfrentó peligros, menosprecio, difamación y envidia; pero, en la cruz triunfó, porque esa era su misión: entregar su vida a cambio de la vida de los pecadores. Su entrenamiento fue duro: “Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos.” (Isaías). 

Dos procesos que matizan todos los demás procesos de la vida. Uno va tras un fin personal, sin importarle nada ni nadie; es camino de intención mezquina, que va hacia la nada.  El otro hace vivir con actitud el proceso a lado de su entrenador divino, el Espíritu de Dios, que lo capacita según su propósito de vida. No persigue una recompensa, sin embargo, tiene promesa de “añadiduras”. La elección es personal y voluntaria. Dios no obliga a nadie, pero, está dispuesto a entrenar a todo el que quiera. Tanto David como Jesucristo vivieron el proceso de Dios.  David llegó a ser rey de Israel, Jesucristo es Rey de reyes. Ambos vivieron el proceso con la actitud que agrada al entrenador y aunque ninguno de los dos iba tras las “añadiduras”, les fueron otorgadas. 

juanaeli.castrol2@gmail.com

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