Dra. Luz María Moreno Medrano*

La pandemia ha dejado ver de manera clara los grandes rezagos sociales que tenemos en nuestro país desde hace muchos años. Sin duda, no todas las personas hemos padecido estos tiempos de la misma manera; son las personas mayores, con enfermedades crónicas, las mujeres, las personas que trabajan en el comercio informal, los campesinos, indígenas, entre muchos otros sectores de la sociedad, quienes han experimentado más la precarización y la falta de atención de manera dramática. Tal pareciera que la pandemia es un vector que profundiza las desigualdades sociales e intensifica las carencias que históricamente tienen estos grupos de la población.

En este sentido, el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) propone un análisis de la pobreza desde una perspectiva, analizando 25 indicadores organizados en cinco dimensiones: económica, sociodemográfica, infraestructura, geográfica y gobierno. Los informes de pobreza y evaluación 2020 de CONEVAL se enfocan en un análisis que nos permite tener una mirada más cercana a los municipios con el fin de entender cuáles de ellos se encuentran en situación de pobreza, pobreza moderada, pobreza extrema, o en vulnerabilidad por carencias sociales o por ingresos. 

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Según los datos del 2018, en el estado de Veracruz, el 89% de la población vive en situación de pobreza o vulnerabilidad por carencias sociales o de ingresos, lo que quiere decir que tienen una o más de las siguientes carencias: rezago educativo, servicios de salud, calidad de espacios en la vivienda, alimentación, seguridad social o servicios básicos de la vivienda, cabe señalar que esta cifra es superior al promedio nacional. En contraste con otros países en el mundo, el drama mexicano tiene que ver con las grandes inequidades sociales, en donde, solamente el 10% de la población se encuentra en una situación de bienestar o libre de la experiencia de la pobreza. 

Esto nos habla de la profunda desigualdad que se vive en el país, en el que la riqueza está concentrada en unas pocas manos mientras que la mayoría de la población experimenta carencias básicas que no le permiten vivir una vida con dignidad. Pero ¿cuáles son los rostros, las voces y las experiencias de las personas que viven en situaciones de precarización? Estas experiencias están marcadas por una serie de características que cuando se suman crean círculos perversos de injusticia que van sumando desigualdades, un ejemplo de esto es la etnicidad, que sigue siendo una condición que está fuertemente asociada a la pobreza y más aún, si a la pertenencia a un pueblo indígena se le suma el ser mujer, ser jefa de familia, y tener alguna persona con discapacidad bajo sus cuidados, estamos hablando de varias desigualdades que profundizan la condición de pobreza.

Es así, que las cifras de CONEVAL revelan que son justamente estos grupos quienes han experimentado aumentos en los niveles de pobreza entre el 2008 y 2018:  las personas adultas mayores (3.9 puntos porcentuales), las personas con alguna discapacidad (0.6 puntos porcentuales), y las mujeres (10.9 puntos porcentuales).

En este contexto, el tema de los cuidados dentro de la educación escolar ha adquirido un papel fundamental considerándose esenciales como un proceso que aminora las desigualdades, pero que al mismo tiempo se ve lejos, porque aún seguimos fuera de las aulas. Es así, como las familias, las niñas y los niños han tenido que vivir experiencias de cuidados de forma muy cercana: en temas de salud, de aprendizaje, de economía familiar, de crianza, entre otros. De esta manera, nos enfrentamos a la posibilidad de hacer un cambio radical en la concepción que tenemos de los espacios escolares. No podemos seguir pensando en las escuelas como espacios en donde se transmiten conocimientos y se validan a través de exámenes bajo la supervisión de un docente que los valide; ahora más que nunca, se abre la posibilidad de que la escuela sea vista como un espacio para construir comunidad de cuidados, en donde las y los abuelos participan activamente al ser sujetos imprescindibles en la crianza, y al mismo tiempo, como portadores de una serie de saberes que las escuelas también pueden recuperar y valorar. 

Las relaciones de cuidados, afectivas, interesadas en las experiencias personales y familiares deben ser el motor de nuestro reencuentro. Es en la escuela en donde podemos tener un espacio para colectivizar lo que emerge desde el hogar, muchas niñas y niños podrán sentirse seguros para narrarse, socializar, convivir y expresar sus necesidades, preocupaciones e intereses. No podemos permitirnos, que el regreso a aulas siga teniendo bajo su presupuesto central la obediencia, la pasividad y la lógica memorística. Imagino una escuela en donde las voces y las experiencias de estudiantes tengan un espacio catalizador para el resto de los aprendizajes, así es como entonces podemos formar aprendizajes profundos, relevantes, que tengan una vinculación con los problemas de la vida cotidiana.  Es urgente organizarnos de manera ética y política para el regreso seguro, no solo en términos de salud, sino en donde todas y todos logremos participar en la construcción de espacios para el bienestar y la transformación. La escuela es un espacio para hacer florecer la esperanza, esa que es activa, esa que no espera, sino que construye, esa es la escuela que queremos y por la que trabajamos día a día. 

*Trabajo elaborado, bajo convenio, por la Universidad Iberoamericana Ciudad de México y el Instituto de Investigaciones para el Desarrollo de la Educación (INIDE), en exclusiva para Palabrasclaras.mx

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