Por Hipólito Reyes Larios. Arzobispo de Xalapa

El Templo de Jerusalén. En este día, 4 de marzo de 2018, celebramos el Tercer Domingo de Cuaresma, Ciclo B, en la liturgia de la Iglesia Católica. El pasaje evangélico de hoy es de San Juan (2, 13-25) el cual nos presenta a Jesús expulsando a los mercaderes del Templo, en los días cercanos a la celebración de la Pascua de los judíos. El Templo de Jerusalén era un edificio imponente, reconstruido en tiempos de Herodes, el Grande, y destruido por los romanos en el año 70 de nuestra era cristiana. El Templo era el corazón de la vida de Israel. En él se ofrecían a diario el holocausto y los sacrificios de incienso, así como la oración cotidiana. Tres veces al año, o al menos por la Pascua, los israelitas de todo el país y aun los que habitaban en países lejanos tenían que subir al Templo en peregrinación. En ese lugar sagrado se debía inmolar el cordero pascual para ser consumido posteriormente en las casas.

Jesús y el Templo. Jesús profesó un profundo respeto al Templo de Jerusalén. Ahí fue presentado por José y María a los cuarenta días de su nacimiento. A la edad de doce años decidió quedarse en el Templo para recordar a sus padres terrenos que se debía a los asuntos de su Padre Celestial. Durante su vida oculta, subió todos los años, al menos con ocasión de la Pascua. Su ministerio público se caracterizó por sus peregrinaciones a Jerusalén, con motivo de las grandes fiestas judías. Jesús subió al Templo como al lugar privilegiado para el encuentro con Dios, lo consideraba la casa de oración donde habitaba su Padre. Por esta razón, se indigna porque el atrio exterior se había convertido en un mercado. Jesús expulsa a los mercaderes del Templo por celo hacia las cosas de su Padre: “Quiten todo de aquí y no conviertan en un mercado la casa de mi Padre”. Se trata de un gesto de autoridad que, según los profetas, tenía que realizar el Mesías. Jesús cumple y aprueba las prácticas cultuales del Templo, aunque condena el formalismo que las ha viciado. Exige que se respete el Templo, a pesar de que predice también su próxima destrucción. Los temas centrales de este episodio son: la purificación del Templo de Jerusalén y la erección de un nuevo Templo que es el cuerpo de Jesús.

El Templo verdadero. En tiempos de Jesús existía la convicción de que el Mesías construiría un Templo nuevo. Por eso, las autoridades judías preguntan a Jesús: “¿Qué señal nos das de que tienes autoridad para actuar así? Y él responde con una profecía sobre su muerte y resurrección. Los judíos juzgaron como una presunción su respuesta, pero el Evangelista Juan aclara que Jesús hablaba del Templo de su cuerpo: “Por eso, cuando resucitó Jesús de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho aquello y creyeron en la Escritura y en las palabras que Jesús había dicho”. Al morir Jesús en la cruz, los discípulos atestiguan que se rasgó el velo del Templo de Jerusalén y así el santuario perdió su carácter sagrado. Entonces, los discípulos cristianos comenzaron a ver en Jesucristo el Templo nuevo y verdadero, santuario de carne que es reedificado en el momento de su resurrección y en donde hay que celebrar el nuevo culto en espíritu y en verdad.

Los templos cristianos. Cristo es el verdadero Templo de Dios, el lugar donde reside su gloria. Por la gracia de Dios, todos los cristianos somos también templos del Espíritu Santo, piedras vivas con las que se construye la Iglesia. En su condición terrena, la Iglesia tiene necesidad de lugares especiales donde la comunidad pueda reunirse, esto es, nuestros templos visibles, lugares santos, imágenes de la Ciudad Santa, la Jerusalén celestial hacia la cual caminamos como peregrinos. En estos templos, la Iglesia celebra el culto público para gloria de la Santísima Trinidad; en ellos escucha la Palabra de Dios y canta sus alabanzas, eleva su oración y ofrece el Sacrificio de Cristo, sacramentalmente presente en medio de la asamblea. Estas Iglesias son también lugares de recogimiento y de oración personal.

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