La designación de la magistrada con licencia Lisbeth Aurelia Jiménez Aguirre como Fiscal General del Estado (FGE) no es un movimiento menor ni un trámite legislativo más. Es, en su naturaleza y ejecución, una operación quirúrgica de poder. Y como suele ocurrir en México, el expediente de la separación de poderes vuelve a colocarse en el archivero de las buenas intenciones constitucionales que nadie piensa desempolvar.

El Congreso local actuó sin titubeos, como un aparato perfectamente alineado. Nada ocurre por casualidad: es el reflejo nítido de la hegemonía que Rocío Nahle ha construido desde el primer minuto de su gobierno. Lo visto recuerda a aquel presidencialismo priista que hacía y deshacía fiscalías, procuradurías y secretarías con la premisa de que el poder sólo se administra desde un centro. Lo que tanto criticaban los ‘cuatroteros’ antes de ser gobierno.

Pero aquí no sólo está en juego la Fiscalía. Se está reordenando el ecosistema interno del morenismo: un laberinto de operadores, facciones y liderazgos regionales que compiten desde hace años por cuotas de influencia y que hoy reciben un mensaje contundente: la victoria electoral –haiga sido como haiga sido– no es pase automático para participar en el trueque de favores ni en las decisiones de alto calibre. La gobernadora no está dispuesta a compartir ese tablero.

La Fiscalía, en este contexto, funcionará como advertencia y frontera. Nahle avisa que no tolerará negociaciones paralelas, intermediarios autónomos ni redes de permisividad que operen al margen de su autoridad. Los próximos alcaldes, líderes sindicales y actores con poder real deben tomar nota: la Fiscalía no será moneda de cambio ni refugio para arreglar conflictos locales sin alinearse políticamente.

El Congreso cumplió su parte: ratificar sin debatir. La obediencia preventiva se normaliza como práctica parlamentaria.

En el corto plazo, Nahle obtiene un beneficio decisivo: el control del aparato judicial-penal. La Fiscalía deja de ser un factor de incertidumbre política y se convierte en un brazo de estabilidad o de inhibición. En Palabras Claras: la gobernadora ahora dispone de un mecanismo que ordena, disuade y disciplina.

Pero todo poder adquirido con prisa cobra factura. Y aquí los costos serán inevitables. Primero, crecerá la percepción de captura institucional, incluso entre simpatizantes. Segundo, colectivos de víctimas y organizaciones civiles reaccionarán ante cualquier indicio de politización en casos sensibles. Y tercero, la oposición -por débil o testimonial que sea- encontrará un discurso,: en el Nuevo Veracruz de Morena, las viejas prácticas regresan, aunque esa frase carezca de inventiva o talento.

Nahle gobierna con la luz prendida y la mano firme sobre el interruptor, para que nadie olvide quién manda y quién respira por permiso. En política, la exhibición del poder es el inicio del desafío, no su fin. Lo difícil no es imponer la autoridad, sino gestionar los silencios que deja, las lealtades sobreactuadas y los liderazgos que sonríen mientras calculan su salida de emergencia.

Veracruz tiene memoria: el poder es un arma que seduce al que lo empuña, hasta que el retroceso deja moretones. Desde hoy, en el remodelado Palacio de Gobierno, en el Palacio Legislativo y en el Palacio Judicial más de uno caminará disciplinado, consciente de que el mínimo desajuste puede convertirlo en protagonista involuntario de un episodio de “Destino Final: versión Cuarta Transformación”.

La gobernadora Rocío Nahle disfruta con mucho amor la silla principal de Veracruz. Lo que viene es descubrir quién intentará moverla y quién preferirá no dejar huellas.

Publicidad