“Me paso todo el día hablando con el mar, es el único que me responde”, confiesa Sergio Méndez, único habitante estable de Punta Mejillón, una de las playas más solitarias, agrestes y de difícil acceso de la Patagonia, pero también una de las más bellas de la costa rionegrina. “Mi vecino más cercano está a 15 kilómetros”, afirma. Sin señal telefónica ni Internet, sin servicio de agua potable, sobrevive como un náufrago en tierra. Tiene 35 kilómetros de costa frente a su casa, que está a 25 metros de la orilla, en una playa de suave pendiente y aguas cristalinas. “Encontré la felicidad”, sentencia.
“No tendré muchos lujos, pero tengo lo que más se desea en el mundo: la paz, la tranquilidad y la conexión total y directa con la naturaleza. Este es mi lugar en el mundo”, afirma Méndez. Punta Mejillón está a 120 kilómetros de Viedma y a otros 120 de Las Grutas. “A 240 kilómetros a la redonda no hay nada”, apunta. Los médanos vivos han sepultado algunas casas de exhabitantes que se marcharon; en cambio, Sergio resiste. La inmensidad de la playa es un golpe fuerte para la mirada. El mar, de aguas tibias y color turquesa, tiene poco oleaje. Se trata de una costa totalmente virgen.
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“Es nuestro gran problema: estar a 35 kilómetros de la ruta 3, por eso nadie conoce este lugar”, dice Sergio. En la mitad de camino entre Viedma y San Antonio Oeste, un pequeño mojón en la ruta señala el desvío a la playa. La senda es de ripio, áspera, con tramos donde “el pianito” obliga a reducir la velocidad y vuelve lenta la marcha. Se puede llegar con auto pero es recomendable hacerlo en 4×4. Zorros, ñandúes y maras se cruzan por el camino. No hay servicio de datos ni señal telefónica. Antes de emprender el viaje, es imperioso cargar mucha agua potable y alimentos para llevar.
La ruta 1 –que bordea el Mar Argentino y el Golfo San Matías, y que conecta El Cóndor con el puerto de San Antonio Este– en el tramo de Punta Mejillón al puerto está cerrada porque los médanos vivos taparon el camino. Algunos aventureros y baqueanos van por la playa, pero se debe tener un conocimiento muy grande del horario de cambio de mareas.
“El mar me provee de todo”, relata Sergio. Su casa está a cinco kilómetros de Caleta de los Loros; en marea alta es una lengua de mar que penetra sobre la línea costera, en marea baja se puede atravesar de hito a hito. “Pero es peligroso, la marea sube muy rápido y te podes quedar atrapado”, describe. Punta Mejillón también es llamada Pozo Solado, en referencia a una boca de extracción de agua salobre que se usa para el baño y regar las plantas. Es que hasta el año 2000 había cinco habitantes: se intentó hacer un pueblo, pero la hostilidad del entorno desdibujó el proyecto. Las tierras están dentro de la Reserva Natural Caleta de los Loros.
“Una vez por mes voy a Viedma a hacer una provista, pero no me gusta ver gente”, explica Méndez. Tiene una heladera a gas y unas pantallas solares le dan energía eléctrica. Cada quince días la Dirección de Aguas de Viedma manda un camión cisterna que carga tres tanques de 6000 litros cada uno para los turistas y dos de 6000 litros para los guardas ambientales. “Yo cargo un bidón de 100 litros para tener para consumo personal, que voy recargando. El agua es muy preciada, sabemos que por dos semanas no habrá más”, confirma.
Punta Mejillón es la playa menos conocida de Río Negro y un tesoro que algunos amantes de los silencios están descubriendo. Aislada de centros urbanos, protegida por la soledad y su difícil acceso, se vuelve en estos tiempos una tierra prometida y deseada. “Construí dos dormis, con vista al mar. Esta belleza la necesito compartir”, cuenta Méndez. Es la única opción de hospedaje con techo y baño. Hizo un SUM y un balcón enfrentado con las olas, desde donde la visión del mar es absoluta. Allí invita a los pasajeros a purgar los lastres emocionales de la vida urbana: “Es el quitapenas”.
Los tamariscos afirman algunos médanos, entre los que se encuentra un camping muy agreste. El único servicio es el agua potable, pero el lugar también ofrece una de las playas más bellas e íntimas del país. No es poco.
“Los guardias ambientales se rotan cada 15 días, el único que nunca se va soy yo”, indica Méndez. En el puesto, que está a la entrada del balneario, hay una antena que irradia una austera señal de wifi. Es la única conexión con el mundo. “Si no, tengo la radio VHF, con la que hablo con los vecinos en los campos. No necesito mucho, soy muy feliz con mi vida frente al mar”, confiesa.
“Llevo una vida muy simple. En época de ballenas, las veo pasar; a veces me visitan pingüinos”, asegura. “No tengo ninguno de los servicios que tiene una persona en la ciudad. Por lo tanto, todo lo tengo que hacer yo. No tengo ni despertador”, sostiene. Cuando se levanta, lo primero que hace es mirar el mar. Oye radio, tiene una antena satelital para ver TV. “Pero la apago enseguida, solo veo dolor e injusticia. Ese no es el mundo que me toca vivir”, dice.
Algo lo alegra en estos días. Hurgando entre los médanos halló un viejo y oxidado termotanque. Lo modificó y lo volvió a poner en funcionamiento, pero a leña. “Acá tenés que darte maña para todo”, afirma. El resultado es una gran victoria en la vida de un solitario: poder ducharse con agua caliente sin gastar gas.
Hacia el lado sur, están la restinga y los acantilados. Cuando la marea baja, quedan piscinas naturales con meros, pejerreyes, lenguados, cornalitos, erizos de mar, cangrejos y pulpos. Existe la Punta Mejillón, un accidente geográfico rocoso donde viven estos bivalvos. Todo queda a pasos de la casa de Sergio. “La dieta la manejo según lo que quiero, tengo una ‘pescadería’ frente a mi casa. Puedo aislarme del mundo y sobrevivir sin problemas”, cuenta. Es lo que hace.
Al fin de la tarde suele recorrer estas piletas naturales y traer lo que el mar le dejó. “Por la noche me siento a ver las estrellas, no hay contaminación visual de ningún tipo. Es el cielo perfecto y lo tengo para mí”, narra, y confiesa: “Siento que el mar me habla”.
“El lugar tiene una magia especial, las personas que llegan se enamoran y no quieren irse”, afirma. A él le pasó eso. En 2007 llegó en carpa desde Rosario, donde nació, con su esposa e hijos. No había nadie, solo ellos. Venían a pasar los veranos. “Fue amor a primera vista”, referencia sobre la fascinación que sintieron por esta costa melancólica. En 2016 compró una casa rodante para tener más comodidad. Renunció a su trabajo de gerente de una empresa vinculada a la salud, montó una empresa de construcción y en 2019 compraron la casa en la que hoy vive. “También me divorcié, quedé solo”, recuerda. Desde ese año es el único habitante estable del lugar.
“En enero de 2020 comencé a oír por radio algo que se llamaba Covid”, rememora. Y el mundo cambió para siempre. Fue a Viedma e hizo un aprovisionamiento muy grande. A los pocos días, relevaron a los tres guardias ambientales. “Me quedé un año completamente solo”, sostiene. El camión cisterna dejó de ir y, entonces, acudió a unos mapuches que viven al norte de la Caleta. “Ellos me dieron su mayor secreto: la ubicación de un manantial”, admite. Así tuvo agua. Durante los largos días de aislamiento extremo, comenzó a escribir un libro a través de mensajes de Whatsapp que enviaba a una editora en Rosario. A fines de ese años, lo publicó, con el título Una vida, un relato. De nada a casi todo.
En sus largas caminatas ha descubierto huellas de animales prehistóricos. “Conozco todas las piedras de Punta Mejillón”, agrega. En verano, tiene la compañía de los pocos visitantes que se animan a cruzar la estepa. “Todos deberían venir al menos una vez al año para conocer esta playa. Punta Mejillón te sana”, concluye.