Han pasado más de tres décadas desde el nefasto incidente que reconfiguró completamente el panorama de la Ciudad de México; más de tres décadas desde que esta enorme urbe se despertara bañada en concreto y miedo; más de tres décadas desde que, a las 7:19 de la mañana, se sintieran los primeros movimientos del temblor de 1985.
Los mexicanos tenemos ahora el recuerdo fresco de volver a ver la tierra temblar y los edificios caer. Pero la memoria de ese añejo trauma no se remplaza y pervive. Cuando recordamos el temblor más destructivo de la historia de México, hay que pensar que, bajo las ruinas, se descubrió una ciudad llena de secretos oscuros.
En esas tres décadas, las normas de construcción han cambiado, los servicios de emergencia se han perfeccionado y la respuesta de organismos de protección civil se ha vuelto mucho más prontas y eficientes. Así lo vimos hace un año: la mortalidad de los temblores, por fortuna, ha disminuido.
La labor titánica y desinteresada de la sociedad civil fue un contrapunto luminoso a las terribles normas de construcción que permitieron la tragedia; una luz de unión frente a la disparidad social que terminó matando, en un hacinamiento inhumano, a miles de costureras ilegales; un faro de optimismo frente a los abusos de una autoridad displicente que escondía, en los sótanos de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal (PGJDF), a hombres y mujeres maniatadas y con signos evidentes de tortura.
Fantasmas de palacios caídos
Un estudio reciente llevado a cabo por el Registro Civil de la Ciudad de México en colaboración con el periódico Excélsior estableció el conteo oficial en 12,843 muertos por causas relacionadas con el temblor del 19 de septiembre de 1985. Este conteo sólo toma en cuenta las actas de defunción de las víctimas identificadas (9,862) y de las víctimas anónimas que poblaron tantas fosas comunes (2,981). En realidad muchas asociaciones civiles hablan de cifras mayores a las 40 mil defunciones.
El problema aquí es que nadie estaba preparado para un evento de tal magnitud y que nadie supo contabilizar, entre tanta ruina, la tragedia.
Cuando la tierra se asentó después del temblor de 8.1 en la escala de Richter (un equivalente de fuerza a tres veces la bomba que detonó sobre Hiroshima) y de las numerosas secuelas que lo siguieron, más de 30 mil estructuras tenían daños totales, 68 mil presentaban daños parciales, se cayeron más de 400 edificios y 152 otros fueron demolidos por razones de seguridad.
Hubo 516 mil metros cuadrados de carpeta asfáltica dañada, problemas gravísimos de suministro de agua por ductos contaminados y los servicios de comunicación estuvieron tanto tiempo cortados que muchos reportajes sensacionalistas internacionales hablaron, incluso, de la total desaparición de la capital mexicana. En medio de este caos, los conteos fueron, por decir lo menos, problemáticos.
Las costureras
Dentro de las muchísimas víctimas anónimas que quedaron bajo los escombros de una ciudad sorprendida y perpleja por su propia destrucción, hubo un gremio que sufrió más que cualquier otro: las miles de costureras trabajando en 800 fábricas ilegales que se extendían a lo largo de la Calzada de Tlalpan. Las cifras oficiales señalan que más de 1,000 costureras perdieron la vida en las 200 maquiladoras que se desplomaron ese día. Las organizaciones civiles hablan de más de 1,600 víctimas dentro de los hacinados talleres.
Cuando el polvo se asentó, una verdad salió a la luz. Estas trabajadoras desprotegidas y explotadas habían encontrado la muerte en condiciones inhumanas de explotación laboral: turnos de más de ocho horas, pagos por debajo de lo estipulado en la ley, condiciones paupérrimas de trabajo y patrones abusivos que podían explotar, libremente, a las trabajadoras. Dentro de los edificios con maquilas clandestinas que quedaron en pie, muchas costureras tuvieron que seguir trabajando, en días posteriores al terremoto, con el miedo constante de un nuevo desplome; tenían que seguir tejiendo en quintos, sextos y cuartos pisos, con el olor penetrante de los cadáveres de sus compañeras en las banquetas aledañas.
El 20 de octubre de 1985, apenas un mes después del temblor, un frente combativo femenino que se levantó del horror logró que la Secretaría del Trabajo y Previsión Social entregara el registro formal al Sindicato Nacional de Trabajadores de la Industria de la Costura, Confección y de Vestido, Similares y Conexos 19 de septiembre. Se trató, según sus propios estatutos, del primer movimiento laboral en México dirigido por mujeres.
Se organizaron marchas a Los Pinos, el presidente de la Madrid habló con sus representantes, se denunciaron los abusos de patrones y se logró, incluso, que la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje decretara embargos precautorios en contra de tres empresas textiles. Pero todos estos logros no impidieron que más de 40 mil costureras se quedaran sin trabajo y sin ningún tipo de indemnización.
Los conteos oficiales hablan de 150 mil trabajos perdidos después del terremoto. Eso muestra, nuevamente, un conteo que calcula desde los registros oficiales: ¿cuántas personas más, como las costureras, perdieron un empleo informal que era su único sustento? ¿Cuántas quedaron desahuciadas sin poder reclamarle nada a nadie, sin poder exigir remuneración o derechos, sin poder ejercer dignamente una profesión prisionera de la corrupción y el abuso?
Las organizaciones sociales en torno a este gremio siguen existiendo y siguen alzando la voz, pero las condiciones no han mejorado considerablemente. Éste es un sector todavía vulnerado por pésimas condiciones de trabajo y remuneraciones inusualmente bajas: muchas costureras no logran ser afiliadas al IMSS, ni al INFONAVIT; muchas, por eso, no consiguen vivienda digna ni tienen la posibilidad de un retiro justo.
Alejandra Martínez, vocera del sindicato dice, incluso, que las condiciones actuales son mucho peores que las que existían hace 31 años. Las trabajadoras de la Maquila Cartagena que confecciona ropa para Paco Rabanne y Nina Ricci, por ejemplo, seguían, el año pasado, haciendo plantón frente a una empresa que les pagaba 100 o 200 pesos semanales “por falta de fondos”.
Los cambios, en tres décadas, son discretos; lo que reveló el temblor sigue siendo, en muchos casos, una herida abierta.
Los sótanos judiciales
Lo mismo se puede decir de otros horrores que descubrió el temblor del 85. Uno de ellos sigue siendo un absoluto misterio: se trata de los cadáveres encontrados bajo el derrumbado edificio de la PJGDF que se ubicaba en la colonia Doctores. Varios reporteros, que tuvieron que dejar los micrófonos y las libretas para ayudar, solidariamente, a las labores de rescate, hablaban de muertos bajo los escombros con evidentes marcas de tortura, maniatados por la espalda o con marcas de esposas, desnudos y golpeados.
Un reportaje del diario unomásuno mencionaba, entre los cadáveres encontrados en el edificio de procuración de justicia, los cuerpos sin vida del penalista desaparecido Saúl Ocampo Abarca y del estudiante de contaduría de la UNAM, Ismael Jiménez Pérez. También se mencionaba el descubrimiento de 10 cadáveres identificados como ciudadanos colombianos detenidos por delitos de asalto a bancos y comercios. Todos ellos presentaban signos de tortura.
Una nota de Proceso del 5 de octubre de 1985, firmada por Miguel Cabildo, habla con detalle de las cárceles clandestinas que se encontraban en el interior de la PGJDF. Al parecer, en el cuarto piso del edificio, se ubicaba un gimnasio que mostró tener funciones muy distintas:
“Entre aparatos deportivos, un ring, colchonetas, pesas y lockers, en una superficie total de más de 40 metros que comprendía el gimnasio, los detenidos eran recluidos en una especie de cárcel sin rejas, pero atados de pies y manos o esposados; una práctica prohibida por las leyes mexicanas.
Todos los cuerpos de ahí rescatados presentaban huellas de torturas y heridas en las muñecas provocadas por las esposas. Oficialmente, se estableció que los detenidos en el gimnasio estaban a disposición del titular de la séptima comandancia, Leonel Islas Rueda, exmiembro de la desaparecida División de Investigación para la Prevención de la Delincuencia (DIPD).
Islas Rueda despacha ahora en una oficina improvisada en Doctor Liceaga 103. Nada se ha promovido en su contra.”
También se menciona, en el mismo artículo, que varios agentes entrevistados por el reportero, admitieron que se llevaban a cabo actos de detención arbitraria y tortura en ese gimnasio y en varios cuartos rentados de hoteles aledaños a la zona. Tanto la procuradora como el subprocurador negaron rotundamente estas evidencias y, hasta ahora, no se ha esclarecido nada de estos casos.
Por desgracia, estas prácticas no son algo del pasado y treinta años después tenemos incidentes, como el de Tanhuato en Michoacán y Tlatlaya en el Estado de México, que muestran prácticas similares de tortura y detención arbitraria. Además, a estos ejemplos se puede añadir una larga lista de ejecuciones extrajudiciales por parte de distintas dependencias policiacas y militares mexicanas.
Los misteriosos cadáveres de la PGJDF crearon un fuerte mito dentro de una población que, hasta hoy, sigue sin confiar en los mecanismos de procuración de justicia. Es por eso que el recelo frente a las autoridades policiacas es, todavía, un hito poderoso en las encuestas sobre corrupción: según el Barómetro Global de la Corrupción 2013, el 90% de los encuestados percibió que la policía era una organización profundamente corrupta. Así, la ciudad se reconstruyó en treinta años, pero sus cimientos oscuros, sus secretos violentos, nunca cambiaron.
Bajo el temblor, la ciudad abrió sus entrañas, se mostró al desnudo en todo su esplendor y en toda su decadencia. La heroica población se aferró para mostrar el lado humano de un valle sumido en la corrupción y la displicencia. Los fantasmas del temblor nos muestran que el pasado sigue regresando a perseguirnos. Esos oscuros secretos de la Ciudad son realidades que perduran sobre la reconstrucción de edificios emblemáticos, sobre el monumento a las costureras de San Antonio Abad, sobre el sitio del antiguo Hotel Regis, sobre Tlatelolco, la Morelos y la Doctores.
Recordar nuestros fantasmas es hablar de la permanencia del pasado. Es por eso que, treinta años después, costureras y detenidos, torturados y explotados, siguen regresando para acechar una tranquilidad que no nos hemos ganado. Y la Ciudad no deja de recordárnoslo.