Gabriel Zaid

El declive no está en él, aunque a veces parece cansado. Está en la esperanza que despertó, y ha venido disminuyendo. Está en el temor que despertaba enfrentarlo

La imagen, dichos y hechos del Señor Presidente dominan los medios. Eso busca y logra con talento para llamar la atención pública, concentrada en él, no en los resultados de su administración, no en el declive de su aprobación. Empezó con más del 80%: una mayoría aplastante. Ahora tiene más del 50%: una simple mayoría.

Pero no es lo mismo un mandato con más del 80% que con más del 50% o del 45% o del 40%. No es lo mismo el apoyo popular que el cupular y, dentro de éste, el apoyo de las distintas cúpulas: el ejército, las cámaras legislativas, los partidos, el poder judicial, los otros poderes ejecutivos, el empresariado, la prensa, los profesionales, la opinión extranjera, la Iglesia. No es lo mismo acatar por adhesión a la persona, o por respeto a su investidura y a la ley, que por convencimiento. No es lo mismo legalidad que legitimidad.

No hay que esperar un declive del frenesí presidencial. La acumulación de fracasos no lo arredra, lo estimula a redoblar su impulso hacia el poder total. Cuando fue candidato y fracasó dos veces, otro se hubiera retirado. No él.

El declive observable no está en él, aunque a veces parece cansado. Está en la esperanza que despertó, y ha venido disminuyendo. Está en el temor que despertaba enfrentarlo. Cualquier resistencia a su voluntad parecía “ponerse con Sansón a las patadas”. Ya no parece así. El temor ha disminuido junto con la esperanza.

Aunque la adhesión a su persona sigue siendo alta, la reprobación de sus declaraciones, decisiones y consecuencias es cada vez mayor, incluso entre sus allegados: altos funcionarios de su administración; legisladores; jueces; incluso de su propio partido. Ya no se diga entre los simpatizantes que tuvo entre los empresarios, médicos, periodistas, nacionales y extranjeros.

Eso explica la vehemencia con que toma las elecciones de junio y hasta la violencia con que se entromete, al margen de la ley. No teme perderlas, sino que su declive se ponga en evidencia.

El presidente Echeverría no cambió en seis años. Lo que cambió fueron los chistes sobre él. Frente a sus dichos y hechos ininteligibles, hubo al principio desconcierto, pero no burlas. La sociedad era entonces sumisa. Si lo que estaba haciendo el Señor Presidente no se entendía, se daba por supuesto que detrás había una razón maquiavélica, no una simple tontería. Pero los malos resultados empezaron a ser obvios y las adhesiones disminuyeron. No había una prensa libre, menos aún radio y televisión. La decepción no tuvo más salida que las carpas y los chistes.

La decepción con López Obrador empezó en las cúpulas, donde se ha generalizado. En menor grado, se ha extendido al resto de la sociedad, golpeada por la escasez de medicamentos, vacunas y servicios médicos, en medio de una peste letal; por la escasez de inversiones y empleos; por la inseguridad, que ha aumentado en vez de disminuir, sorda ante los llamados de amor y paz; por su desdén al feminismo y los feminicidios.

Además, la sociedad ya no es sumisa. No respeta ni a un gran jurista, presidente de la Suprema Corte, que deja de respetarse a sí mismo. Ve con desprecio a los serviles. Pero ya no se queda en el chiste. Tiene el voto y el deber de ejercerlo.     

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