En el gobierno federal llevan años repitiendo —cual mantra obligatorio para todo cuadro morenista disciplinado— que Claudia Sheinbaum es una presidenta querida “en todos los rincones del país”. Que donde se pare la aplauden, que el pueblo la abraza, que la cercanía es absoluta. Y, claro, que las encuestas internas —esas que nadie ve pero todos deben creer— la colocan en niveles de aprobación casi marianos.
Por eso, cuando llegó a Juchitán la noche del 21 de noviembre para inaugurar la estación de la Línea K del Tren Interoceánico, uno pensaría que el recibimiento sería una fiesta popular, una epifanía de respaldo ciudadano el tipo de escena que suele aparecer en los spots gubernamentales, pero ocurrió algo inesperado: la realidad
Mientras la presidenta hablaba, los maestros de la CNTE hicieron lo que la narrativa oficial nunca contempla en sus guiones: abuchear, protestar, exigir, contradecir. Los gritos de “¡Fuera Claudia!” rompieron el ambiente cuidadosamente preparado para la transmisión oficial y dejaron al descubierto que la supuesta popularidad no siempre se proyecta tan bien fuera de Palacio Nacional.
Porque una cosa es la aprobación medida en conferencias matutinas, y otra muy distinta enfrentar a quienes tienen años demandando la abrogación de la Ley del ISSSTE de 2007, la revisión de la Reforma Educativa y un sistema de jubilación digno. A ellos difícilmente se les convence con encuestas optimistas o discursos donde “todo está atendido”.
El episodio en Juchitán no es sólo una protesta más; es un recordatorio incómodo: la popularidad presidencial no se decreta, no se fabrica y no se transmite en cadena nacional. Se confronta —o se derrumba— en la calle, donde ningún guion oficial sirve para amortiguar los abucheos.
Pero, claro, seguramente mañana aparecerá alguna encuesta que demostrará que la presidenta fue “cálidamente recibida” por el pueblo bueno de Oaxaca. Una popularidad holográfica siempre encuentra un modo de seguir brillando, aunque sea sólo en pantalla.










