El pasado 18 de agosto el gobierno federal presentó el ‘Informe de la Presidencia de la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia del Caso Ayotzinapa’ (Luis Alvaz/Wikicommons).

El sistema político mexicano en su consolidación como dominio institucional en beneficio de un partido, grupos de interés o de una sola persona encarnado en el presidente de la república, pese a nuestra accidentada transición democrática, ha sido claro y contundente en cuanto a los alcances de su poder: el fin siempre ha justificado los medios.

Es preciso tener en cuenta esta realidad ante la avalancha de acciones e información que ha desencadenado, primero el Informe de la Presidencia de la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia del Caso Ayotzinapa, CoVAJ; (18 de agosto) dado a conocer por el subsecretario de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación, Alejandro Encinas; y, segundo, por la detención del exprocurador General de Justicia, Jesús Murillo Karam, en quien formalmente recayó la investigación de la desaparición de los 43 estudiantes normalistas ocurrida en octubre de 2014.

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En un entorno de polarización política y en el comportamiento de un regimen que procura perpetuar su hegemonía política (como en su momento lo hiciera el PRI), es dificil no considerar el Informe y sus severas conclusiones como parte de una intencionalidad y voluntad para beneficio de los intereses del Ejecutivo federal. Sin minimizar la importancia de que institucionalmente se reconozcan acciones gubernamentales que deben ser investigadas y castigadas conforme a derecho y con bases estrictas de aplicación de las leyes, el Informe Encinas establece una verdad particular que sustituye a la llamada verdad histórica, planteada también desde el poder, por parte de exprocurador Murillo Karam.

Una revision inicial de los trabajos de la CoVAJ, creada exprofeso por el gobierno actual y sin independencia plena, muestra que el eje de sus trabajos no era sólo de revisar y ampliar los enfoques que dieron lugar a la version official final del gobierno de Enrique Peña Nieto sobre la tragedia, sino de desmontar dicha version. De ahí la siniestra y ambigua conclusion de caracterizar todo un “crimen de Estado” así como una “acción concertada desde el aparato organizado del poder”. Se obvia de este modo que los así llamados “crimenes de Estado” en México (por ejemplo desde la matanza de Huitzilac, en 1927, hasta la de Tlatelolco, en 1968, pasando por represiones a diversos movimientos campesinos, obreros y de profesionales) tienen como denominador común la impunidad y la total falta de verdad. Es un rasgo estructural propia de la formación autoritaria del Estado mexicano.

Por desgracia, el Informe Encinas y el eventual juicio penal (con una condena política que ya se dictó desde el púlpito prersidencial) contra altos funcionarios y “agentes estatales” (como se les denominan) civiles y/o militares que tuvieron incidencia en los hechos y en las investigaciones que dieron lugar a la verdad histórica, no se apartan del comportamiento anotado, no marcan una diferencia real o un hito respecto a situaciones similares.

En ese, sentido, el trabajo de la CoVAJ y la detención de un exalto funcionario en torno de la desaparición de los normalistas dejan otras dudas no menos importantes que las conclusiones sembradas por el gobierno: la costumbre inveterada de actividades de espionaje e infiltración militar en comunidades estudiantiles y académicas sin un marco legal y que lo único que deja claro es una práctica propia de gobiernos represivos; los salvoconductos de operarios de un aparato de seguridad que funciona más bajo intereses de la preservación del poder politico (en diversos niveles) que la protección de la vida y la integridad de las personas, en este caso los estudiantes normalistas que, oficialmente dan por muertos, y algunos actores que siguen figurando en el gobierno de la 4T pero que no serán tocados; la información importante que el gobierno no compartió con los padres de los desaparecidos y sus representantes y que sirve de base para un nuevo entramado de poder presidencial.

Ayotzinapa es el paradigma de vicios estructurales del Estado mexicano y de los usos represivos del aparato de seguridad en sus tres niveles de gobierno, todo ello mezclado con el factor innovador de la criminalidad como eje de dominio social y político.

Las víctimas propiciatorias en este complejo escenario conformado desde días pasados son la verdad y la justicia. Para un presidente que considera el debido proceso legal como una invención leguleya y no como parte de un mecanismo de garantía ciudadana contra los abusos del poder institucional, cabe afirmar que aquella noche de Iguala en que desaparecieron 43 estudiantes normalistas aún no termina y que todos ya somos víctimas reales o potenciales.

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