Marcelo Ebrard subió una selfie en el funeral de la reina Isabel II y puso a medio mundo en contra suya. Como era de esperarse, la multitud virtual no perdió la oportunidad para reprochar al canciller por su insensibilidad. Lo que parecía un tuit informativo terminó por convertirse en la penúltima evidencia de la egolatría que puede emanar de las redes sociales. Los políticos se pinta solos para eso, como cuando les da por ser fotografiados mientras atraviesan un charco.

Sinceramente, es difícil imaginar que Ebrard haya hecho esto con una mala intención. Lo más seguro es que ni siquiera haya pensando que estaba haciendo algo incorrecto o insensible. Como sea, el secretario de Relaciones Exteriores tiene mucha experiencia en la política y, gracias a eso, tendría que tener claro que las acciones susceptibles de crítica deben evitarse, postergarse u ocultarse.

Desde luego, eso no sirve como justificación ni como atenuante, pues sí que hay otro mal en el que, queriendo o no, Ebrard cayó: el protagonismo. Vamos por partes. El canciller es un protagonista en sí mismo. Su currículum, su cargo actual y sus aspiraciones futuras lo convierten en un imán de cámaras. Aún si no hubiera compartido la torpe foto, su presencia en el funeral habría sido multicitada en todos los medios de comunicación.

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Entonces, ¿por qué hacerse promoción de una manera tan innecesaria y ciertamente oportunista? Porque es lo que dictan los tiempos. Al estilo de la familia de los conductores de Venga la Alegría en el velorio de José José –que se retrataron frente al ataúd con una sonrisa unánime de oreja a oreja –, Marcelo creyó que una oportunidad así no se puede dejar pasar: ‘miren cómo me codeo con el primer mundo, para que no les quede duda de que aquí sobra el caché’.

Si Martha Debayle se convirtió en un meme luego de externar su gran tristeza por la pérdida de la reina, ahora Ebrard le hace compañía en el catálogo de ridiculeces mexicanas. Y ambos engrosan ya un compendio que se ha eternizado entre gente obsesionada con la atención y otros más afectos a demostrar sus credenciales de todo tipo.

Y bueno, la realidad es que Marcelo cumplió con el cometido principal: llamar la atención. Su foto ya está en boca de todos, quizá por motivos diferentes a los que él creyó, pero se ha convertido en el centro de atención (y vaya que robarle reflectores a la reina no es una tarea menor). Él lo ha conseguido haciendo gala de una precisión que ya quisieran tantos influencers profesionales: tomar la foto en el lugar y momento correctos. Porque, para decir las cosas como son, hemos de convenir que la actitud de Ebrard es más bien normal si nos apegamos a lógica actitudinal de las redes.

Basta tener la más mínima liga de relación con algo o alguien para formar parte de un tren. “Qué triste, se ha quemado Notre Dame. Y pensar que hace 16 años estuve ahí. De la que me he salvado”. El ejemplo es cíclico y reciclable, porque esa es la dinámica que gusta en las redes y que ya es esperada en cada situación de gran impacto mediático.

Esto pasará al olvido más pronto que tarde. Es un desliz sonrojarse y nada más. Pero, al mismo tiempo, deja en evidencia que los vicios más insoportables de las redes sociales gozan de cabal salud entre los políticos mexicanos. Ningún asesor de comunicación política es capaz, hasta ahora, de evitar este tipo de bochornos. Vamos, que ninguna sofisticación es suficiente para inhibir los comportamientos autocomplacientes. Sépase y léase cuantas veces sea necesario: hay una cámara a todas horas en la espalda de gente como Ebrard. Ellos deciden ponerse otra. Y esa es la responsable de las peores torpezas.

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