El discurso populista del presidente Andrés Manuel López Obrador causa gran impacto entre sus seguidores apelando a una poderosa emoción: el enojo. Si ese enojo se transformara en acción constructiva, podría ser un catalizador de cambios. Pero el objetivo de AMLO es distinto, pues su discurso repetitivo busca que su público se quede reviviendo permanentemente agravios –reales e imaginarios– del pasado. Al quedarse estático, el enojo se transforma en resentimiento e impotencia, emociones que encuentran desahogo en el insulto contra quienes el presidente define a su conveniencia como los culpables de todos los males del país. Es por esa razón que el insulto ocupa una parte central en la estrategia discursiva de nuestro mandatario.

El insulto presidencial parece producto espontáneo del humor de López Obrador, pero en realidad se trata de un método deliberado y sistemático de acoso verbal que consta de cinco pasos:

Primero, la provocación. AMLO “estrena” sus insultos en alguna de sus conferencias matutinas o mensajes grabados, para ver si los medios y las redes sociales muerden el anzuelo y los reproducen en sus titulares.

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Segundo, la indignación. Si los medios comienzan a reproducir el insulto, los aludidos y el público comienzan a indignarse y esto hace que AMLO siga repitiendo insistentemente el nuevo término, lo que a su vez genera más atención de los medios.

Tercero, la amplificación. Se activan en redes sociales los ejércitos de cuentas falsas, medios digitales y propagandistas favorables al presidente que justifican, racionalizan y difunden fuertemente el término, generando un ambiente de confrontación.

Cuarto, la trampa. Los detractores de AMLO caen en el juego y comienzan a criticar al presidente por usar esas palabras, lo que las hace repetirlas incesantemente. La trampa se cierra cuando los críticos: a) quieren aplicárselas a él; o b) cuando se “apropian” del insulto y se aplican a sí mismos el término, como una forma poco efectiva y contraproducente de protesta, burla o desafío.

Quinto, la normalización. Que ocurre cuando la gente comienza a repetir de modo irreflexivo una palabra que no tenía necesidad de ser usada en la conversación cotidiana. Ahí, el insulto proferido por el presidente adquiere carta de legitimidad y entra al lenguaje coloquial, lo que significa una victoria para la instauración de las ideas de un solo hombre en la mente de millones.

Como si no hubiéramos aprendido nada en más de dos años de verlo operar a diario, AMLO acaba de repetir la jugada con éxito. La conversación pública en México ha girado en las últimas semanas en torno a sus reiterados ataques verbales contra lo que él llama “la clase media”, un objeto vago y difuso de su desprecio al que ha aplicado varios adjetivos agresivos, incluyendo una palabra absurda que ni siquiera existe en el diccionario. Lejos de corregir su uso del idioma, el presidente logra que la gente hable como él, incorporando uno más de sus ridículos términos a nuestra conversación pública. Así, en vez de enfocar toda nuestra atención y energía en asuntos graves y urgentes, como la matanza de civiles en Reynosa, el posible repunte de la pandemia, la manipulación política de la vacunación o la impunidad obscena que rodea a la tragedia de la Línea 12 del Metro, estamos enfrascados una vez más en una discusión estéril. Dejamos ir otra oportunidad para entender que López Obrador crece en influencia cada vez que logra avivar las llamas del resentimiento y la confrontación entre conciudadanos.

“Las palabras pueden ser como pequeñísimas dosis de arsénico, nos las vamos tragando sin darnos cuenta, y parecen no tener ningún efecto, hasta que después de un tiempo, la reacción tóxica aparece.” Así explicaba el filólogo Victor Klemperer el poder nocivo del lenguaje nazi sobre la sociedad alemana de hace noventa años. En su muy vigente La lengua del Tercer Reich, Klemperer sostiene que el principal instrumento de propaganda de los nazis no eran los discursos de su líder supremo –a los que, asegura, la mayoría de la gente no les ponía demasiada atención– sino el lenguaje ideologizado que permeaba en la sociedad a través de “palabras individuales, frases y estructuras enunciativas que eran impuestas a la gente con millones de repeticiones incorporadas mecánica e inconscientemente.”

Precisamente por esos trágicos antecedentes históricos, las democracias liberales buscan cuidar al máximo el lenguaje público, especialmente las palabras de quienes detentan el poder. En una democracia liberal, el límite más importante que un legislador, un funcionario o un presidente tienen en el uso del lenguaje es el respeto al principio básico de que todas las personas somos iguales en derechos y dignidad ante el Estado. Cuando desde el podio del Jefe de Estado las palabras se usan para decir que un grupo de la sociedad merece menos derechos, menos respeto o menos dignidad, se comienza a romper el pacto democrático. Nadie que diga sentir “amor por el pueblo” puede desear que una parte de la sociedad sea odiada por otra.

La retórica del populismo convierte al lenguaje en un arma de ataque contra grupos enteros a través de las “palabras venenosas”, como las llamaba Klemperer. Por eso, es muy importante desnudar las verdaderas intenciones del discurso de López Obrador, pero al hacerlo no debemos discutir los temas que él plantea en los términos demagógicos que nos quiere imponer. Denunciemos su afán de distraernos y confundirnos, pero no caigamos en sus trampas retóricas hablando de la supuesta “superioridad moral” de las clases medias, pues ello solo sirve a su propósito de vernos cada vez más divididos. Sobre todo, no cometamos el error de usar las palabras del populismo, ni siquiera para criticarlas o burlarnos de ellas, pues cada vez que usamos ese lenguaje perdemos un poco de nuestra propia identidad y dignidad como ciudadanos.

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