Pablo Héctor González Villalobos

Esta participación tiene por objeto explicar de manera breve, en un lenguaje entendible para quienes no son abogados, la grave injusticia de una figura jurídica que está en nuestra constitución: la prisión preventiva oficiosa.

Hace más de ochocientos años, en Inglaterra, el Rey Juan se vio obligado a firmar una de las primeras declaraciones de derechos (todavía no se hablaba de derechos humanos, en el sentido actual de la palabra). En el artículo 39 del texto original, se estableció que ningún hombre del reino (perdón por la expresión, pero entonces no existía perspectiva de género) sería privado de la libertad, desterrado o despojado de sus bienes, sino mediante el juicio de sus pares o conforme al derecho de la tierra. En esta norma se ubica históricamente el nacimiento de lo que hoy conocemos como debido proceso legal y significa que, para que el Estado pueda privar a alguien de su libertad, se requiere que previamente se le haya seguido un juicio y se le haya dictado una sentencia condenatoria. Para ilustrar el debido proceso en materia penal, traigo a colación una metáfora que alguna vez escuché a Julio Maier: la cárcel es un hotel muy selecto y caro, un resort de lujo al que solo se puede entrar con una invitación que se llama sentencia firme. Es decir, solo debería estar en prisión quien tenga una sentencia condenatoria dictada en su contra.

Como en todos los reputados clubs privados a los que asiste lo más selecto de la alcurnia social, nunca falta algún gorrón. Pero los gorrones no pueden ser demasiados, so pena de hacer caer estrepitosamente el prestigio y la existencia misma del club. En el caso de la cárcel, los únicos gorrones que se admiten sin sentencia, es decir, en prisión preventiva, son aquellos a quienes, sobre datos de prueba concretos, se advierte que representan alguno de los siguientes riesgos: 1) de fuga; 2) de que destruirá pruebas; 3) de que atacará a quien aparece como víctima; o 4) de que, durante la tramitación del proceso, cometerá hechos delictuosos. Es importante insistir en que, para que estos casos de excepción sean legítimos, se requiere que la fiscalía presente al Juez argumentos sobre datos concretos que permitan demostrar razonablemente alguno de esos riesgos. Por tanto, no basta con decir generalidades tales como que se trata de una persona evidentemente peligrosa, sino que hay que decir por qué y para qué representa riesgo.

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La prisión preventiva oficiosa excluye ese debate, ya que en vez de exigir que un Juez valore quién debe y quién no debe permanecer en prisión sin condena, genera automáticamente la alternativa privativa de libertad exclusivamente en función de la clasificación del del delito por el que el Ministerio Púbico formula imputación, es decir, por el nombre del ilícito que el fiscal elige para iniciar un procedimiento en contra de una persona.

Esta situación es objetiva y gravemente injusta porque llena la cárcel de gorrones (detenidos sin sentencia) respecto de quienes no se ha demostrado que representen uno de los riesgos que mencionamos, en un momento en el que todavía no sabemos si son inocentes o culpables (precisamente para eso es el proceso: para establecer si el acusado es culpable o no). Pero además es injusta porque genera un mensaje perverso que a la postre mina las capacidades del Estado para sancionar a quienes han cometido un delito. Me explico: asumir que quien está en prisión preventiva es culpable por el solo hecho de que se le atribuye un delito de los que la Constitución asocia a la prisión preventiva oficiosa, constituye lo que en lógica se llama petición de principio. Esta expresión alude al error que se produce cuando un razonamiento parte de aquello que pretende demostrar y, por lo tanto, no demuestra nada. En el caso de la prisión preventiva oficiosa, el discurso (no se nos olvide que el derecho penal es sobre todo un acto de comunicación) y a veces la propaganda derivada del discurso afirman sin tapujos que con la prisión preventiva oficiosa se abatirá la impunidad. Pero esto es inexacto, ya que mientras no haya sentencia no habrá condena y sin condena no hay en verdad disminución de impunidad. Además, la comodidad de la prisión preventiva oficiosa hace que los fiscales tengan menos motivos para investigar de manera pronta y expedita, bajo la lógica de “para qué me apuro, si ya hay un detenido”.  No se nos olvide que cualquier persona puede tener la desgracia de enfrentar un proceso penal siendo inocente, bien sea por errores humanos o por perversidades. Y no hay una mayor injusticia que encarcelar a un inocente.

Red Impulsando la Justicia

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