El féretro de Isabel II, pasó por última vez frente al Palacio de Buckingham, donde el personal salió a rendirle homenaje y sumarse al último adiós, tras un solemne e impactante funeral de Estado para la soberana, que reinó durante setenta años y falleció el pasado 8 de septiembre.

Más temprano, la ceremonia solemne había comenzado con el ingreso del féretro, llevado por un piquete de honor de la Guardia Real, a la Abadía de Westminster.

El ataúd fue seguido por la nave central del interior de la abadía por los príncipes George y Charlotte, bisnietos de la monarca, que se unieron a la procesión con la reina Camila y las demás consortes -detrás del rey Carlos III, sus hermanos y sus hijos- sólo dentro de la iglesia.

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El reverendo David Hoyle, rector de la abadía, presidió la liturgia, mientras que el sermón fue encomendado al arzobispo de Canterbury, Justin Welby, primado de la Iglesia de Inglaterra.

En la primera fila no faltaron representantes religiosos de otras religiones presentes en Reino Unido: del islam, el judaísmo, el hinduismo y el budismo.

Hoyle abrió la liturgia tras el canto de un primer himno solemne y recordó, con su voz inicialmente quebrada por la emoción, el valor simbólico de la Abadía de Westminster en la larga vida de Isabel II. Allí se unió en matrimonio con Felipe, en 1947, todavía como princesa heredera al trono y en 1953 fue coronada reina.

Por su parte, Welby afirmó en su sermón que Isabel II “dedicó su vida a servir a la nación y a la Commonwealth”, como había prometido en la transmisión por radio realizada en ocasión de su cumpleaños número 21.

Welby también recordó el “Volveremos a encontrarnos” que la soberana envió en un mensaje a sus súbditos en medio del confinamiento por la pandemia del Covid-19, reiterándolo ahora en nombre de la fe en el más allá.

Antes de su sermón, la primera ministra británica, Liz Truss, había leído un pasaje del Evangelio de Juan sobre la promesa hecha por Jesucristo a sus discípulos de un lugar en el cielo.

La emoción dominó por completo la ceremonia, incluso entre los miembros de la familia real. Durante la lectura de un texto encomendado a la baronesa Patricia Scotland, alta diplomática británica y secretaria general de la Commonwealth, se vio al príncipe Eduardo, cuarto hijo de la reina, secándose las lágrimas con un pañuelo blanco.

Eduardo se sentó en la primera fila, frente al ataúd de su madre, junto al rey Carlos III, su esposa Camila; la princesa Anna, -la segunda hija real- con su esposo, Tim Laurence y su esposa Sofía.

La bendición de la asamblea del reverendo Hoyle cerró el solemne rito religioso del funeral. A esto le siguió un toque de trompetas, luego dos minutos de silencio en memoria de la soberana, observados en la iglesia, en Londres y en todo el Reino Unido, y el canto del himno nacional británico, en la versión revisada y corregida de “God Save the King” (Dios salve al rey), en honor al nuevo monarca, Carlos III.

El sonido de una gaita, seguido de las notas del órgano de la histórica abadía, acompañó luego la salida en procesión de los celebrantes y concelebrantes.

Entre ellos, el arzobispo anglicano de Canterbury, Justin Welby, que había recitado antes del epílogo litúrgico una oración en sufragio del alma “de nuestra hermana Isabel”, evocando su “esperanza segura en la resurrección”, y el arzobispo católico de Westminster, el cardenal Vincent Nichols.

A continuación, el féretro fue recogido y llevado en los hombros por piquete de honor de la Guardia Real, seguido por el pasillo con paso cadencioso y solemne de Carlos III y los demás miembros de la realeza, dispuestos según el orden ceremonial.

El destino final del ataúd fue el Castillo de Windsor, en las afueras de la capital británica, lugar de la sepultura.

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