La invasión a Ucrania, justificada por el Kremlin con la necesidad de contener el expansionismo de la OTAN, maduró el fruto envenenado de la inminente adhesión de Suecia a la Alianza Atlántica y, peor aún, de Finlandia, que comparte frontera más allá de los 1300 kilómetros con la Federación Rusa.
Un efecto boomerang que el presidente ruso, Vladimir Putin, no lo había previsto.
Son declaraciones de Mikhailo Podoliak, el asesor del presidente ucraniano Volodymyr Zelensky, que no escatima en tonos burlones y asegura ahora que “las fronteras de la OTAN se extenderán hasta la periferia de San Petersburgo. Bienvenido a la nueva realidad, señor Putin”.
Las raíces históricas de la no alineación, o más bien de la alineación parcial de los dos países, son diferentes.
La tormentosa convivencia con su poderoso vecino Finlandia encontró una dimensión más estable con la firma en 1948 del Tratado de Amistad, Cooperación y Asistencia Mutua con la entonces URSS, vigente hasta la caída de la Unión Soviética en 1991.
La cláusula clave era que ninguno de los signatarios formaría parte de una alianza dirigida contra el otro.
La neutralidad en política exterior era el evangelio de las relaciones internacionales de Finlandia hasta el punto de que estableció acuerdos económicos simétricos con los dos bloques, al menos hasta la década de 1980 cuando, en 1986, se convirtió en miembro de la Asociación Europea de Libre Comercio (AELC).
La aceleración llegó con la caída del Muro de Berlín: el Tratado de Amistad se transformó en 1992 en un Acuerdo de Buena Vecindad con Rusia y ese mismo año Helsinki pidió su ingreso en la Unión Europea, que se formalizó en 1995.
La neutralidad se convirtió en “no alineamiento militar”: sí a la defensa y a la cooperación militar, no a las alianzas con garantías de defensa mutua. Estrechos vínculos, a través de los cuales, en el punto de derecho, también pasó la compatibilidad con la Política Exterior y de Seguridad Común que en pocos años llegó a una arquitectura para la gestión de crisis de la que Finlandia forma parte con el vínculo de la participación en operaciones de paz solo en la base de un mandato de la ONU.
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Al mismo tiempo, también se materializó la adhesión a la Asociación para la Paz de la OTAN, un instrumento flexible de cooperación militar muy diferente de la de miembro.
Suecia, en cambio, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, había sido neutral durante más de un siglo, desde el final de las guerras napoleónicas, y no tomó parte en el conflicto, aunque en la primera fase concedió algunas instalaciones logísticas a Alemania y más tarde, a partir de 1944, a los Aliados.
Una posición reafirmada en 1949 cuando Estocolmo se negó a unirse a la OTAN.
Según el derecho internacional, hasta ahora Suecia se comprometió con la “neutralidad convencional” y, por lo tanto, no con la neutralidad permanente.
Como miembro de la Unión Europea también se cuenta entre los impulsores de una intensificación de la política de defensa y seguridad y las tropas suecas -junto a finlandesas, noruegas, estonias e irlandesas- participan en el batallón nórdico para la gestión de crisis.
A partir de 2015, tras el activismo militar ruso, Estocolmo aumentó el gasto militar y fortaleció el sistema de defensa de la estratégica isla de Gotland en el mar Báltico.
La neutralidad de Estocolmo y Helsinki no impidió la cooperación militar con el lado occidental de la barricada, pero el ingreso efectivo en la OTAN cambiará radicalmente el mapa de esos equilibrios que Moscú desestabiliza desde el pasado 24 de febrero, cuando decidió invadir Ucrania.