Compartir las cargas de los demás, mirarse con compasión, ayudarse mutuamente, no dividir sino compartir: así es como los cristianos están llamados a ejercer la justicia en la Iglesia y en la sociedad. A la hora del Ángelus el Papa Francisco se refirió a la misión de Jesús: no condenar a los culpables, sino salvar a los pecadores y hacerlos justos

Cuántas veces hemos invocado y obtenido justicia contra un mal sufrido, un agravio recibido, una calumnia, un abuso de poder, pensando que quien obra mal debe pagar, es más, es justo que pague, tal vez con una sentencia establecida por un tribunal. Esta es quizás la justicia del hombre, pero ciertamente no la de Dios.

Desde la ventana de su estudio del Palacio Apostólico, en el día en que la Iglesia celebra la fiesta del Bautismo del Señor, Francisco se centró en este tema, iniciando su catequesis con la imagen “sorprendente” que propone el Evangelio de hoy, la de Jesús inclinando la cabeza a orillas del Jordán, para ser bautizado por Juan. Era un rito, el de ir al río a recibir el Bautismo, en el que la gente se arrepentía y se comprometía a convertirse con humildad y un corazón transparente. ¿Pero cuál fue el motivo que impulsó a Cristo a humillarse?

“Al ver a Jesús que se mezcla con los pecadores, uno se asombra y se pregunta: ¿Por qué Él, el Santo de Dios, el Hijo de Dios sin pecado, hizo esta elección? Encontramos la respuesta en las palabras de Jesús a Juan: ‘Déjalo por ahora, pues conviene que cumplamos toda justicia’”

La justicia que proviene del amor

¿Qué significa cumplir toda justicia? Lo preguntó el Papa mientras explicaba que, al ser bautizado, Jesús quiso revelarnos en qué consiste la justicia que Dios vino a traer al mundo. Nada que ver con la idea estrecha y meramente humana de “quien se equivoca, paga”. La justicia de Dios dijo Francisco, es mucho mayor: “No tiene como fin la condena del culpable, sino su salvación y renacimiento”, la voluntad de hacer justo incluso al más obstinado de los pecadores.

Es una justicia que nace del amor, de esas entrañas de compasión y misericordia que son el corazón mismo de Dios, el Padre que se conmueve cuando nos oprime el mal y caemos bajo el peso del pecado y de la fragilidad.

“La justicia de Dios, por tanto, no quiere distribuir penas y castigos, sino que, como afirma el apóstol Pablo, consiste en hacer justos a sus hijos, liberándonos de las asechanzas del mal, curándonos, levantándonos”

Sólo la misericordia salva

Salvar a todos los pecadores, cargar sobre sus hombros el pecado del mundo entero: he aquí, pues, el sentido de ese gesto perturbador que Jesús hace a orillas del Jordán y que deja estupefacto al propio Juan, he aquí la justicia que vino a cumplir.

“Él nos muestra que la verdadera justicia de Dios es la misericordia que salva, el amor que comparte nuestra condición humana se hace cercano, comprensivo con nuestro dolor, entrando en nuestras tinieblas para traer la luz”

Francisco citó además a su predecesor, Benedicto XVI, cuyo funeral celebró el pasado 5 de enero, para subrayar la profundidad y la amplitud de esta redención que Dios concede a todos, sin distinción, y que lo lleva a descender él mismo “hasta el fondo del abismo de la muerte, para que todo hombre, incluso el que ha caído tan bajo que ya no ve el cielo, encuentre la mano de Dios a la que asirse” (homilía del 13 de enero de 2008).

No dividir sino compartir

La tarea más difícil para los cristianos concluyó el Santo Padre, es precisamente la de ejercer así la justicia no sólo en la Iglesia, sino también en la sociedad, en la vida cotidiana, en las relaciones con los demás. ¿Cómo se consigue? Ciertamente no chismorreando sobre los hermanos, acusando, parloteando, porque parlotear divide, es un arma letal.

“No con la dureza de quien juzga y condena dividiendo a las personas en buenos y malos, sino con la misericordia de quien acoge compartiendo las heridas y las fragilidades de las hermanas y los hermanos, para levantarlos. Me gustaría decirlo así: no dividir, sino compartir”

No dividir, sino compartir. Hagamos como Jesús: compartamos, llevemos las cargas unos de otros, en lugar de hablar mal y dividir, mirémonos con compasión, ayudémonos. Preguntémonos: Yo ¿divido o comparto? ¿Soy discípulo del amor o del chismorreo? El chismorreo es un arma letal.

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