Los Juegos Olímpicos a menudo se presentan ante la opinión pública como un espacio de distensión y concordia, al margen de cualquier diatriba incluso política o ideológica, pero un examen más detallado de su historia permite colegir con rapidez que se trata de una percepción errónea, toda vez que la proclamada neutralidad olímpica es una máscara que permite ocultar ante el gran público el poder del Norte global.

Así, los vetos impuestos a los atletas de Rusia y Bielorrusia, así como la ausencia de ellos a competidores de naciones como EE.UU., Israel o Arabia Saudita, pese a su participación directa como agentes de agresión en guerras y conflictos armados en distintos puntos del orbe, no obedecen a una coyuntura, sino a un doble estándar que está presente desde el inicio mismo de la olimpización del mundo, un proyecto civilizatorio que cuenta con unos dos siglos de desarrollo histórico.

Para profundizar en este tema, Pedro García Avendaño, doctor en ciencias sociales por la Universidad Central de Venezuela, quien cuenta con una trayectoria de estudios socioantropológicos del deporte que se extiende por casi cuatro décadas, hizo algunas reflexiones.

Hechura de Occidente

El experto es tajante al afirmar que el deporte moderno, cuyos orígenes se cifran en el siglo XIX, es un hijo cultural del capitalismo, razón por la cual es imposible que esté al margen de sus dinámicas. Por tanto, a su juicio, “el movimiento olímpico moderno no fue una alianza partidaria de la paz y hermandad entre los pueblos”, en tanto “nació con el designio de unificar espiritualmente a las élites aristocráticas, burguesas y militares de los imperios de Occidente”, los únicos que cabían en el estrecho paraguas de la “hermandad entre naciones”.

Los sucesivos repartos del mundo entre potencias no cambiaron completamente esa realidad. Frente a situaciones como el surgimiento del bloque socialista en el marco de la Guerra Fría y los procesos de descolonización en África y Asia, el Comité Olímpico Internacional (COI) apostó por fortalecer su posición como entidad supranacional, enfocada en ejercer una suerte de “poder blando” con alcance planetario.

“El COI se puede considerar como una gran nación poderosa, que a través del poder blando de sus embajadas (los comités olímpicos nacionales) diseminadas por el mundo, ha impuesto la idea de que la importancia de los deportes se determina en función de la cantidad de practicantes” y es este un aspecto decisivo para definir la agenda de las competiciones, sostiene García Avendaño.

En ese orden, llama a recordar que “esos espectáculos fueron perfeccionados y luego extendidos desde Occidente, con visión eurocéntrica, hacia el resto del planeta”, lo que ha garantizado una estandarización de casi cualquier práctica deportiva de conformidad con los intereses del capital, donde la espectacularización y los dividendos son las primeras variables a considerar.

“Estas organizaciones mercantilistas del deporte –y los deportistas– han tomado decisiones políticas a favor de países con gobiernos reaccionarios, totalitarios o con gran influencia económica, pese a que algunos países llamados ‘superpotencias’ promovieron o participaron en guerras o invasiones y apoyaron dictaduras”, destaca. En esos casos, se trató de intentos “por ‘limpiar’ su imagen internacional”.

Juego de poderes

En función de estas impresiones, es posible establecer que los Juegos Olímpicos son hechura plena de Occidente, responden a sus principios y valores, pero también a sus intereses, donde la economía y la geopolítica juegan un papel destacado.

Para el especialista, un inventario de las sedes constituye una muestra elocuente de quién tiene la batuta. Con excepción hecha de los Juegos de México (1968), Moscú (1980), Pekín (2008) y Río de Janeiro (2016), el resto de las citas se ha celebrado en ciudades del Norte global. Esto se debe, explica, a las elevadas exigencias del COI, lo que en la práctica se traduce en que sea prácticamente imposible organizar con éxito una justa olímpica las naciones del Sur global.

“La asignación de sedes para organizar los Juegos Olímpicos también se ha empleado para exacerbar las diferencias entre naciones históricamente divididas, como fueron Alemania, Corea y China, o para demostrar supremacía de un bloque de poder sobre otro”, completa.

García Avendaño no duda en señalar que los Juegos Olímpicos se establecieron para mostrar la pretendida “superioridad” occidental frente al resto del mundo, relegado en mucho a lugares no prominentes en las tablas de medallas.

“Es así como el megaevento de las olimpiadas se presenta como un espectáculo que genera interés planetario, pero también sirve como una vidriera de vanidades donde se demuestra la superioridad deportiva de los así llamados países desarrollados, al tiempo que constituye el espacio social de legitimación de una doctrina olímpica, que en tanto régimen de poder, pretende afirmar y legitimar la política siempre rapaz de las superpotencias”, abunda.

Anestesia y dominación

La evidencia histórica sintetizada por el catedrático, echa abajo cualquier noción de apoliticismo y de supramoral asociada al olimpismo; antes bien, desnuda su carácter de artefacto ideológico, cuyos objetivos no se restringen estrictamente a la acumulación de capital y a la eventual demostración simbólica de la superioridad occidental.

En parecer de García Avendaño, se trata de “todo un andamiaje portador de una doctrina de dominación globalizada que se ha instituido como un arbitrio positivo e ideológico que se maneja en alianza con los líderes políticos del mundo, como un mecanismo aparentemente ‘vacío de contenido’ para que la clase subyugada siga en su situación de adormecimiento, logrando una aceptación moral y efectiva que hace posible que las relaciones de autoridad y poder se mantengan inalteradas”.

Eso, asegura, es lo que explica que Sudáfrica pudiera competir sin problemas entre 1940 y 1968, cuando los países del Sur global, muchos recién independizados de sus metrópolis europeas, pasaron a constituir la mayor parte de la asamblea del COI y, junto a los países del entonces bloque socialista, consiguieron que se excluyera a sus deportistas de muchas competiciones, en razón del ‘apartheid’ que regía en la nación africana.

Aquí también reside la explicación de por qué no se han impuesto sanciones a los atletas de naciones como EE.UU. e Israel, pero sí a rusos y bielorrusos, pese a que es claro que las tropas de Tel Aviv están bombardeando indiscriminadamente la Franja de Gaza.

“El COI es sordo, ciego y mudo ante el genocidio de Israel contra el pueblo palestino. Mientras a miles de kilómetros de la Torre Eiffel de París las bombas siguen cayendo sobre hospitales, edificaciones civiles y a diario se entierran decenas de cadáveres de niños, la vida continúa como si nada para la pseudo aristocracia olímpica”, denuncia.

Al otro lado de la acera, completa, se sanciona a Rusia, pero también a Bielorrusia por el conflicto en Ucrania. “Por su parte, EE.UU. y la OTAN continúan haciendo la guerra y masacrando poblaciones en otros países con la mirada complaciente del COI, sin ningún tipo de veto deportivo para estas superpotencias belicistas”, agrega.

A su juicio, este doble rasero deja nuevamente en evidencia “cómo el COI y Occidente usan el deporte con fines indecorosos y como herramienta de presión” contra países que no están dispuestos a alinearse a sus intereses, de manera tal que el argumento que presuntamente soporta un caso, deja de tener validez cuando se trata de sus aliados.

“De este modo, el rol político del olimpismo obedece a la forma en cómo se articula con los mecanismos de poder a nivel mundial y a los efectos que brotan dichos relacionamientos. En definitiva, el juego de la política está detrás del fuego olímpico y, por ello, los Juegos de París arderán en la hoguera de la doble moral”, concluye.

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