El caso de Debanhi Escobar ha traído de vuelta a los héroes no solicitados y a los indignados de piel curtida que viven en el siglo antepasado. Como si no fuera suficiente con la indiferencia y torpeza de las autoridades, las redes sociales se han inundado del discurso moralino y paternalista más ramplón que se recuerde: los hombres están en este mundo para cuidar a las mujeres.

Eso por un lado, porque, como siempre, nunca faltan los paladines de la ranciedad, que prefieren revictimizar a las mujeres que padecen violencia en lugar de voltear la mira hacia los encargados de garantizar seguridad e impartir justicia.

En este país la inseguridad se ha internalizado tanto que la norma ya dicta que lo mejor es culpar a las víctimas. Las campañas en redes sociales lo confirman en cada caso.

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Que por qué estaba en una fiesta tan tarde, que por qué los padres la dejaron ir a dicha fiesta, que por qué sus amigas no la llevaron a su casa. Ya se sabe, los clásicos juicios comodinos de manual que sirven para ilustrar por qué diez asesinatos diarios de mujeres en México siguen pareciendo matizables. A los guardianes de las buenas costumbres lo único que les importa es asegurar la grandeza de sus ideas. Y su método para conseguirlo es barnizar de disciplina moralizante su estupidez machista.

Claro que todo tiene que ver con un efecto cascada: la Fiscalía de Nuevo León argumentó que la ola de desapariciones tiene que ver con que las víctimas no avisan el lugar al que van a ir. Si la autoridad encargada de brindar protección ofrece esos argumentos tan simplones, ¿qué se le puede pedir a un guardián de la justicia virtual? Escudados en la muchedumbre, siempre encuentran el modo de encajar su discurso con los hechos, en eso son especialistas.

Los mecanismos que rigen la mente de esa tribu son muy difíciles de entender. Cuando una mujer aparece con vida, se enojan y lanzan el grito al cielo: “¿Ya ven? ¡Puro show! Ni estaba desaparecida, nada más quería llamar la atención”, como si una excepción fuera suficiente para encubrir la realidad. Ellos exigen que una tragedia se consume para validar las exigencias de justicia. Y ni eso, porque entonces, cuando el peor escenario llegue, acudirán al repertorio de confianza en el que prevalece la hipótesis de que las mujeres no pueden estar donde quieran, a la hora que quieran, vestidas como quieran y acompañadas de quien quieran.

La subvariante de ese comportamiento es tanto o más preocupante. Los héroes de capa autoadjudicada que actúan con un oportunismo ya interiorizado. Si algo está en tendencia, entonces hay que aprovechar el modo de quedar bien. Parecen decir: “¿Qué puedo decir para que todo mundo sepa lo bueno que soy?” ¡Eureka! Hay que asumirnos como protectores de las mujeres. No importa adonde vayan ni tampoco si nuestra compañía es pedida o no, porque nosotros, que somos hombres valientes, podemos cuidar de ellas.

Y ahí van los tuits y los post de Facebook: “Amiga, si un día un tipo te está siguiendo, dime y yo te defiendo”. Ensimismados en su aureola de protectores, no se dan cuenta de que estas actitudes legitiman el machismo que dicen combatir. Claro, señor justiciero, esos aires de pureza que complacen su conciencia seguro servirán para terminar con los feminicidios y desapariciones.

El problema no es que estén solas ni tampoco que no haya habido un hombre que “evitara” un secuestro o feminicidio. Y no, tampoco tienen culpa los padres por dejar que sus hijas vayan a una fiesta. La explicación está en otro lado. Sí, desde luego, en un aparato de justicia ineficiente y mediocre que no sabe hacer su trabajo; pero también en la cultura machista que se respira todos los días en cualquier ámbito de la vida nacional. Si queremos ir a la raíz del problema, podríamos empezar por acabar con la nostalgia de las buenas costumbres y, por favor, con el heroísmo de monitor.

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