El papa Francisco clausuró este domingo el Sínodo, la «cumbre» de obispos y laicos de todo el mundo reunidos el último mes en el Vaticano, abogando por una Iglesia que «no permanezca quieta» sino que «recoja el grito de la humanidad».
«Hermanos y hermanas: no una Iglesia sentada, sino una Iglesia en pie. No una Iglesia muda, sino una Iglesia que recoge el grito de la humanidad. No una Iglesia ciega, sino una Iglesia iluminadapor Cristo (…) No una Iglesia estática, sino una misionera, que camina con el Señor por las vías del mundo», instó en su homilía en una misa de clausura en la basílica de San Pedro.
El Sínodo, una asamblea de obispos y, ahora, por orden del papa argentino, también con laicos y mujeres con derecho a voto, ha terminado este octubre un proceso iniciado en 2021 en el que se ha tratado temas de calado para la Iglesia del futuro, meditando sobre el concepto de «sinodalidad», es decir, de la unidad.
Los debates concluyeron la noche anterior con un documento en el que los «padres y madres sinodales» pidieron buscar más posiciones de responsabilidad para la mujer (este punto fue e el que más división causó en la asamblea) o reclamando más instrumentos de prevención contra los abusos a menores.
Normalmente cada Sínodo inspira con sus conclusiones una exhortación, un documento con el que el papa da indicaciones sobre estos temas, sin embargo Francisco ha decidido que no escribirá una, que el texto de esta asamblea se integra en su magisterio.
En la misa de cierre, en una basílica vaticana en la que relució restaurado el enorme baldaquino de Bernini, el papa urgió a su iglesia, extendida en todo el planeta, a no permanecer «quieta» ante los problemas del mundo actual.
«Frente a las preguntas de las mujeres y hombres de hoy, a los retos de nuestro tiempo, a las urgencias de la evangelización y a tantas heridas que afligen a la humanidad, no podemos quedarnos sentados», reclamó.
Y avisó: «Una Iglesia sentada que, casi sin darse cuenta, se retira de la vida y se pone a sí misma a los márgenes de la realidad, es una Iglesia que corre el riesgo de permanecer en laceguera y acomodarse en el propio malestar».
El papa llamó a su clero y fieles a escuchar «el grito silencioso de quienes son indiferentes», de quienes «sufren, de los pobres y marginados» o de los resignados.
«No necesitamos una Iglesia paralizada e indiferente, sino una Iglesia que recoge el grito del mundo y, quiero decirlo aunque alguien se escandalizará, que se ensucia las manos para servirlo», emplazó.
Porque, advirtió, si la Iglesia se mantiene «inmóvil» en su «ceguera», o lo que es lo mismo, su «mundanidad, comodidad o corazón cerrado», seguirá sin ver sus «urgencias pastorales y los tantos problemas del mundo en el que vivimos». EFE