Guillermo Ochoa lo hizo de nuevo. Siempre lo hace. A estas alturas, dudar de sus cualidades como portero equivaldría a dudar de la redondez de la Tierra. En el partido entre Salernitana y el Inter de Milán, el mexicano se lució con diez atajadas —tres de ellas en una secuencia volcánica de un minuto—. Es su estilo de gritarle al mundo la vena heroica que lo ha convertido, guste o no, en un inmortal: siempre números altos, siempre las exageraciones, siempre al filo de la incongruencia. No hay términos medios con Ochoa y eso le ha reservado un lugar único. Esa bipolaridad que despierta será su bendición, su sello de distinción.

No es un portero ganador, de esos que atesorarán títulos en sus vitrinas hasta el final de sus días; tampoco es un portero que irradie liderazgo, que imponga miedo en sus rivales, porque ellos más bien han aprendido a mirarlo con escepticismo, en el más moderado de los términos, y cierta precaución para aquellos que le conocen: un día puede tapar todo y al otro, sin dejar de ser Guillermo Ochoa, encajar ocho goles. En Italia ya saben muy bien quién es, para todos aquellos que se habían perdido los últimos tres Mundiales. Y antes esa dualidad fue comprobada en Bélgica, España y Francia.

Dicen que se asemeja a una muralla y, en días como hoy, ni el más antipacomemista se atrevería a decir que no lo es. Pero luego viene la revancha. Y ese es el toque más personal que Ochoa le legará a la portería, al futbol: la estampa de un portero un día invencible y al otro, pusilánime. Siempre ha tenido que lidiar con una ambivalencia maldita que habría vuelto loco a cualquiera que no fuera él. Y tiene sentido. Es hijo pródigo del americanismo, una fe que se regodea en su capacidad de generar amor y odio en cantidades democráticas.

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Y los debates jamás acabarán, porque dentro de poco tiempo saldrán otra vez las voces con los mismos coros de siempre: que no sale, que nunca trabajó para ser un mejor portero. Y será verdad. Sus críticas no tendrán una pizca de mentira. Al estilo de quienes hacen preguntas cuyas respuestas ya conocen con la única intención de hinchar el pecho, los detractores de Ochoa disfrutan de las obviedades dichas una y otra vez. Por alguna razón, aunque sean cosas sabidas, aunque sus defectos puedan ser reconocidos hasta por sus fiscales defensores, esas opiniones en las que se habla de todo lo malo que tiene Ochoa adquieren muy rápido un aura revolucionario: hasta que alguien lo dice, ya era hora, basta de que los medios lo inflen.

Ochoa está más allá de eso. La afición seguirá encontrando en él al chivo expiatorio ideal en la Selección Mexicana. Aunque no lo merezca, aunque ningún posible sucesor haya demostrado los tamaños para quitarle el puesto. De las figuras que polarizan en el futbol se suele decir que solamente serán valoradas de verdad cuando se retiren, incluso después: cuando su carrera pueda ser vista en retrospectiva, sin las pasiones que inflaman los sentimientos y nublan el juicio.

Aunque el futbol es despiadado con sus súbditos, el tiempo tiene un sentido de la justicia mucho más sensato y lo aplica la mayoría de las veces. Pero no será generoso con Ochoa. En diez años, y en veinte, y en treinta, se seguirá hablando de lo mismo cuando su nombre y apellido lleguen al bar, café y sobremesa de turno: unos contarán las hazañas infinitas de un portero que fue conocido y reconocido en las más prestigiosas latitudes; otros dirán lo que ya se sabía desde treinta años antes, pero que también entonces tendrá un toque de verdad revolucionaria: no era tan bueno, lo inflaban, recibió siete goles. Será injusto. Lo será. Pero el futbol sin esas discusiones eufóricas, sin gente como Guillermo Ochoa, sería aburrido. No sería futbol.

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