Jesús Lezama 

La política mexicana esta cada día más pendiente de la opinión, lo cual es básico en los sistemas democráticos. Ese no es un problema, lo malo son los filtros que alimentan y construyen el sentir público en estos tiempos. En el ambiente actual hay hábitos ‘intelectuales’ y morales que no permiten cristalizar un México mejor, una nación grande y liberal. 

Los debates insignificantes o las minucias perniciosas forman parte del teatro distractor. Desde la contratación de los médicos cubanos o la absurda, pero insistente culpa al pasado, indica la desdicha de nuestras ignorancias. Nada de importancia real para el futuro del país. 

El desempleo, la inflación, la inseguridad, el deterioro del Estado de Derecho, el desastre ecológico generado por obras como el Tren Maya o la Refinería de Dos Bocas, son algunos de los problemas que no se abordan con seriedad. Lo que afecta a López Obrador se descalifica, lo clientelar se magnifica con fórmulas mágicas para imponerlo en todos lados y aquello que sirva como distractor se usa para apartar la mirada de lo que debería importar a la opinión pública.

Escandalizarse por los temas de corrupción no es malo, pero este fenómeno tiene dos elementos, el desordenado gasto público y la rampante corrupción del gobierno lopezobradorista y las administraciones estatales o municipales morenistas. La manipulación del sentir de la gente para centrarlo en asuntos tales como qué comerá López Obrador o los anuncios palabreros de trenes voladores, segundos pisos, son algunos peculiares ejemplos.

Pero nada de eso conseguirá que los mexicanos se olviden lo que se hizo bien en el pasado -mucho menos lo malo en los gobiernos del PRI, PAN- a pesar de las ocurrentes barrabasadas de los funcionarios morenistas. Esto forma parte del tiempo pasado, esa ‘carnita’ solo sirve para que los políticos con más labia (pocos con buenos argumentos) que vergüenza (no la conocen) intenten ocultar su hipocresía como falsos demócratas. La tara no es de los mexicanos, es de los políticos chapuceros. 

Aunque también se llegan a observar los que se quieren pasar de listos -con programas de opinión en redes sociales, en columnas resaltadas de premios vanidosos o de opinologos de Face- con ‘noticias catastróficas’, que son como si le hubieran dicho a John Lennon que explicará sus relaciones con Yoko Ono porque la escena de ambos encima de la cama resultaba equívoca. O escandalizan que López de Santa Anna regaló Texas a los yankies y que fue un demagogo populista. 

Desde 2018, solo por tener una línea del tiempo como referencia, aunque fue antes, en México se creó un entorno problemático centrado en la corrupción gubernamental y quienes lo aprovecharon (López Obrador y sus huestes) dijeron que íbamos a tocar el cielo, pero la realidad es que se pisa la tierra, que nadie repara hasta el momento. AMLO y Morena no han sido capaces de hacer la transformación, solo han abaratado paliativos en el doloroso trance que sufren los mexicanos.

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Por ejemplo, en Veracruz se viven episodios chuscos. Los cuitlahuistas siguen creídos que tiene una escalera de color y la partida es suya. Los nuevos funcionarios – que son como ayudantes de cámara venidos de la periferia- se muestran maravillados con el poder y el dinero obtenido. Al igual que los del pasado -otros dicen que peor- entierran la corrupción adquiriendo inmuebles en zonas exclusivas, autos de lujo, derrochan dinero para asombrar a jóvenes con alcohol y, quizá, un poco más. Cuitláhuac García y sus colaboradores son el ejemplo de la incompetencia de gobierno y la adictiva mentira que sangra a la sociedad. 

Los mal pensados pueden maliciar aquello de que el secreto de la esfinge es que la esfinge no tiene secreto, lo que los morenistas esgrimen para sumar y consiste en empezar dividiendo, suman con estilo melindroso y tienen en su mente, solo en su mente, una malentendida rivalidad.

Nada de esto tiene que ver con una democracia madura, capaz. La democracia exige que el poder soberano del pueblo se represente en las Cámaras, se aplique la ley y que a través de un debate público las sociedades puedan dar paso a distintas fórmulas de gobierno, pero lo que, con inusitada frecuencia, muestran los partidos políticos es algo muy distinto, una mera apariencia. Los partidos políticos tienden al cesarismo de forma que sus supuestos cambios suelen ser luchas por el protagonismo desarrolladas en la ardiente oscuridad. 

En esta historia, lo lamentable es que hay muchos ciudadanos que se prestan a seguir y cumplir el manual del teatro público, a participar en los debates ideológicos que son mera apariencia, en lugar de exigir que los que se ganan su sueldo por estar al servicio de la sociedad lo estén en realidad y se ocupen de resolver problemas efectivos.

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