Jesús Lezama
La elección del domingo pasado para “renovar” el Poder Judicial en México sólo revela dos cosas: se oficializa la farsa y se coloniza ese poder para supeditarlo a la presidencia de la república. El camino hacia el fin de la democracia ha iniciado.
El abstencionismo que mostró la ciudadanía es una muestra del rechazo a una reforma judicial caprichosa, perniciosa y que refleja que cada vez son menos personas las que creen en la liturgia democrática.
Si un extraterrestre aterrizará en México, podría creer que todo va bien, pero si arañara un poco la superficie, descubriría que la mayoría de la gente desea mudarse a otro lugar donde el mundo idílico y la mentira no sea la constante gubernamental. Y es que el proceso de erosión de la libertad ha iniciado más temprano que tarde.
Cuando se creía que la democracia había llegado en el 2018, con el ascenso a la presidencia de Andrés Manuel López Obrador, esta fue muriendo paso a paso, desmantelando instituciones, quebrantando leyes, pactos tácticos y silencios interesados. Como el gran maestro del engaño, AMLO diluyó en paños y cambalaches la división de poderes, usando un estratégico lenguaje y un relato de historia tergiversada.
Pero no sólo en México la mayoría vota sin ninguna convicción, sucede en todo el mundo. Los candidatos hacen campañas sólo para mover la emoción de los ciudadanos y, en esa medida, van a las urnas como quien acude a un banco de alimentos. La vida política en México se ha convertido en espectáculo. La administración, en un laberinto absurdo. La prosperidad, una ficción.
Se disfrazó un proceso electoral como una medida de equidad democrática. Pero el resultado será otro: un sistema donde los jueces estarán supeditados a la progresión de su carrera al plácet de los partidos, no a sus méritos. A partir de ahora, el deterioro será imparable, hasta llegar a la despenalización de delitos como la malversación o la sedición, se impondrá un relato donde cualquier oposición o siquiera mera crítica será tachada de reaccionaria o desinformada.
Desde hace tiempo, muchos medios dejaron de fiscalizar al poder y pasaron, en el mejor de los casos, a acompañarlo. Y en el peor, a ejercer como correa de transmisión, como propagandistas.
¿Pero, qué pasará en el México del futuro?
En la pesadilla de la noche anterior el inconsciente advirtió:
Si alguien se resiste, será acallado con leyes y sanciones administrativas ad hoc, habrá campañas de desprestigio y asfixia económica. Se multiplicarán los organismos dedicados a velar por la existencia de una “prensa de calidad”, atentos a los chismes, la desinformación y lo incorrecto.
En ese mal sueño, la vida cotidiana se irá deteriorando una barbaridad. No de forma repentina, sino por desgaste. Conseguir cita médica con un especialista requerirá meses, superar el año con holgura o directamente resultará imposible. En muchas regiones, los centros de salud abrirán solo dos días por semana. Los hospitales colapsaran cada invierno. Habrá regiones donde conseguir insulina dependerá del reparto semanal de un precario servicio de emergencias.
La red eléctrica sufrirá apagones recurrentes. Las familias estarán con velas y acumuladores portátiles. Nada de eso interesará porque será más importante el beneficio inmediato, económico y propagandístico. El resultado: un sistema extremadamente caro en programas sociales, inestable y literalmente letal para el ciudadano de a pie.
Las carreteras se deteriorarán sin remedio. Los tiempos de la famosa “Operación Bachetón” serán cosa del pasado, un recuerdo sólo al alcance de la memoria de los mayores. Si acaso se bachean las vías principales, la red secundaria se abandonará a su suerte. El transporte público funcionará relativamente bien en algunas grandes capitales, pero en el resto, sólo en días laborables y en franjas cada vez más restringidas. En pueblos y comunidades lejanas, moverse requerirá favores o esperar a que pase algún autobús.
La presión fiscal, en cambio, no se detendrá. Las administraciones perfeccionarán la ingeniería del saqueo. No habrá impuestos elevados, sino la forma cómo recaudarán recargos automáticos, plazos imposibles y procedimientos que instaurarán la indefensión ciudadana como principio. Tanto la hacienda central como la estatal o municipal se dotarán de mecanismos que les permitan actuar como juez, parte y ejecutor. Se establecerá la presunción de culpabilidad administrativa en casos tributarios. Bastará un error formal -una fecha mal escrita, un código erróneo- para recibir sanciones abusivas, sin posibilidad efectiva de recurso.
La justicia penal cambiará de prioridades. Las agresiones, robos o amenazas recibirán un trato desigual. Las fuerzas del orden se emplearán a fondo a la hora de perseguir discursos incorrectos, memes ofensivos o críticas a políticos en posiciones de poder. En redes sociales, cada publicación representará un riesgo. Un chiste malinterpretado podría acarrear una multa, la pérdida del empleo e incluso la privación de libertad. Habrá leyes contra la desinformación para sancionar cualquier contenido que sea considerado “socialmente peligroso”. La autocensura se impondrá como medida preventiva entre los ciudadanos.
Será una pesadilla convertida en realidad. El sistema educativo ya no formará ciudadanos críticos, sino dependientes del sistema. Los currículos priorizarán la zalamería, la sensibilización afectiva sobre el conocimiento. El examen nacional de acceso a la universidad se suprimirá para evitar desigualdades. Ningún alumno reprobará, pero tampoco aprenderá; mucho menos comprenderá. Las carreras técnicas irán en declive. Los mejores talentos se marcharán. El resto sobrevivirá entre becas otorgadas con cuentagotas, trabajos precarios y subsidios ridículos.
La luz del amanecer provocó el despertar, un despertar desalentador. Así que quien haya llegado hasta aquí, quizá sienta una mezcla de tristeza, rabia o incredulidad. Es natural. Pero no basta con sentir: hay que comprender. Y luego, decidir. Porque el futuro no es un lugar al que se llega, sino un lugar al que se va por propia voluntad.
Esto significa que México no llegará a este escenario distópico por una catástrofe súbita, sino por la acumulación de cegueras, cesiones, miedos y renuncias. Cada vez que se aplauda una censura “por el bien común”, cada vez que se acepte una mentira oficial sobre algún desastre para no ser tachado de radical, cada vez que se mire hacia otro lado ante un atropello menor, se estará poniendo un ladrillo en el muro de la vergüenza.
El germen del cambio, de la reforma, de la propia supervivencia no está en los eslóganes vacíos ni en los nuevos salvadores que prometen arreglarlo todo sin que muevas un dedo. El cambio está en la recuperación del criterio individual, en la valentía de decir lo que se piensa, en el compromiso de actuar sin esperar permiso allí donde se esté. Está en protestar en los sitios oportunos, por ejemplo, en una administración que nos obliga a pedir cita previa, en ayuntamientos que sabotean nuestra movilidad, en oficinas de salud que nos imponen citas médicas para cuando ya estemos muertos.
No se trata de derrocar un régimen soñando con revoluciones imposibles, sino dejar de asentir mecánicamente. Recuperar la conversación honesta, incluso incómoda. Exigir responsabilidad y rendición de cuentas, no ideología. Entender, en definitiva, que, si el sistema político se ha vuelto antagónico a la justica, la libertad, la dignidad, la pluralidad y la prosperidad, no ha sido por la gracia de ninguna conspiración, sino por transigir y obedecer sin pensar.
Esto no va de partidismo, que no te engañen. Va de dignidad. No hacen falta héroes.
La buena noticia es que, en 2025, aún es posible hablar, asociarse, escribir, votar, protestar. Aún podemos construir un futuro distinto. Pero sólo si dejamos de delegarlo todo y asumimos, por fin, en nuestra responsabilidad.