Un número preocupante de niños, niñas y adolescentes viven dentro de esta paradoja: hay más información que nunca sobre el cuidado de la salud mental y sobre alimentación saludable, y sin embargo, hay más angustia, más obesidad y más chavales y chavalas medicándose.  Lo llaman el “círculo biológico del malestar”. El doctor en fisiología humana Manuel Jiménez López explica a EFE Salud en qué consiste este bucle tan presente en las realidades de 2025 y cómo intentar evitarlo.

A la infancia y a la adolescencia les acecha un modo de vida que empuja su tiempo y su mirada a una pantalla. El contacto social, el descanso y el ejercicio se quedan en una esquina de sus rutinas. Mal asunto. Informes como éste del Ministerio de Sanidad, presentado hace meses, retratan con porcentajes dicha realidad.

Según datos e historiales clínicos de atención primaria de más de 237.000 menores, registrados en 2023,  el 8,1 % de los niños y el 8,7 % de las niñas de 12 años tenían obesidad. A los 14, el 8,4 % y el 6,8 %, respectivamente. Además, un 21,5 % de niños y un 22,6 % de niñas de 12 años tenían sobrepeso, porcentajes elevados al 20,1 % y al 19,8 %  en la franja de los 14 años.

El informe deja claro que menores con obesidad y sobrepeso están más expuestos a problemas de salud mental como ansiedad o depresión y que se medican más, hasta un 60 % de casos en menores de 6, 12 y 14 años.

El cerebro y el metabolismo, víctimas

Jiménez, que es investigador de la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR), define “el círculo biológico del malestar” como la concurrencia de “ansiedad, depresión, obesidad y sedentarismo”.

Cuando el organismo entra en ese círculo, esto es lo que le pasa, explicado desde el principio: “Si nuestro organismo vive en un estrés crónico, nuestro cerebro y nuestro metabolismo se reajustan, y además se reajustan al mismo tiempo para hacer frente a las exigencias energéticas de esa situación”. 

Manuel Jiménez López. Foto cedida por la UNIR

El doctor e investigador Manuel Jiménez López en su laboratorio. Foto cedida por la UNIR

Al cerebro, en concreto, le suceden cosas no precisamente agradables. “La ansiedad y la depresión activan lo que es el eje hipotálamo-pituitario-adrenal, que es lo que llamamos el eje del estrés. Está relacionado con una elevada producción de cortisol, lo que se relaciona, a su vez, con un exceso de corticoides, lo que altera nuestro metabolismo y nuestra plasticidad neuronal”.

Como se genera exigencia de energía, el organismo produce más energía, y como produce más energía, reclama más comida, y no solamente comida, sino además calor. La ingesta de alimentación y bebida azucarada, con grasas saturadas, crea acumulación de “grasa visceral” y reduce “de forma drástica” la “masa magra” o “masa muscular”, añade el experto.

“El cortisol”, por si fuera poco, “destruye la masa muscular porque lo que hace es destruir las propias proteínas que construyen el músculo para utilizarlas como sistema energético. O sea, digamos que cuando el niño, el sujeto, se somete a una situación de alta carga de estrés, necesitamos un gran dispendio energético para poder afrontar ese desafío”, remarca Jiménez.

Actuar en los entornos, esencial

El círculo no acaba aquí.

Al mismo tiempo, señala el experto, la ansiedad y la depresión se acentúan, activando la producción de “glucocorticoides” y provocando “más depresión y más ansiedad, con lo cual, entramos en un círculo vicioso en que el resultado final es que el cerebro, que está deprimido, favorece los procesos inflamatorios, y un cuerpo inflamado retroalimenta un cerebro deprimido.

“Una vez entrado en ese bucle, la cosa se complica muchísimo”, remata el fisiólogo. Urge actuar, por tanto.

Jiménez, que está conduciendo su trabajo como investigador por la psicofisiología, el estrés psicosocial, la obesidad infantil y las hormonas y el comportamiento, recalca que el problema no podemos situarlo sólo en la salud mental, sino en las realidades sociales y educativas.

“Los elementos de fondo son sociales, educativos y emocionales… Constituyen el desencadenante del proceso. Es ahí donde tenemos que trabajar: en reconstruir esos entornos que hacen necesaria la intervención con fármacos”, asegura. Porque, en efecto, llegar a la pastilla debe ser el último recurso.

El doctor e investigador recuerda, y es importante, que “los jóvenes no nacen deprimidos, sino que se deprimen por los contextos en los que el siglo XXI se está desarrollando”, y cita entonces algunos factores, como “la falta de vínculo emocional” de la infancia y la adolescencia con la población adulta o “la sobrecarga de estímulos digitales”, devorando actualmente a los estímulos sociales.

“¿Consecuencia de esto?”, se pregunta Jiménez. “Empiezan los problemas depresivos; empieza la medicación”.

Conciliación y movimiento

Urge actuar, como decíamos. 

Jiménez coloca en primer lugar el “acompañamiento familiar y educativo”. Después, “la conciliación”, pero advierte: “La conciliación no es un acto que consiste en que ‘yo me voy a mi casa y trabajo dos horas menos’”. 

Profundiza sobre ello: “Se trata de una necesidad del siglo XXI. Las familias están desbordadas emocionalmente. Los padres salen a las seis de la mañana a meterse en un atasco para volver a casa a las ocho de la tarde. Y los jóvenes están completamente desamparados en su conexión emocional dentro de la familia. La familia es el primer núcleo de construcción del sujeto”. 

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EFE/Antonio Lacerda

Más vías de actuación. Jiménez indica que se detecta en la juventud poco o ningún interés por “conocer la naturaleza, por entrar en contacto con el entorno en el que el cerebro ha sido diseñado durante cinco millones de años para estar”. 

Tras subrayar que “hay evidencia científica que dice que en “las ciudades europeas que tienen más verde la gente es más feliz”, Jiménez reclama ese contacto, y reclama movimiento, huir del sedentarismo, escapar de la mirada fija en el móvil, los cuerpos quietos.

“Es una necesidad psicobiológica del menor”, concluye, “porque cuando nos movemos, activamos la producción de lo que llamamos el ciclo dentado del hipocampo”. Efecto: “Se incrementa el volumen de las estructuras cerebrales relacionadas con la felicidad, con el movimiento, con la inteligencia”.

Comer y dormir bien, hacer deporte, estar con amigos

Según las explicaciones del doctor e investigador de la UNIR, la secuencia de actuación sería ésta:

Detección temprana. 

Terapia de acompañamiento familiar antes que “de tratamiento del menor” porque “la primera línea” de actuación debe ser “el acompañamiento familiar, el acompañamiento social y el acompañamiento afectivo”. Dicho de otra manera, en palabras de Jiménez: Alguien a quien “le puedes contar lo que tú quieras y vomitar lo que tengas dentro sin que te juzgue, ya que lo único que va a hacer es escucharte”.

Apoyo especializado, incluidos “talleres especializados en educación emocional”.

Hábitos: “sueño, actividad física, tiempo de ocio al aire libre, relaciones humanas directas, sociales, sin pantallas de por medio, sin conexiones a través de WhatsApp, sino de cara a cara y hablando directamente unos con otros”.

Y como “último punto”, el  ámbito clínico, lo que abarcaría formación de pediatras.

En cada punto vive la prevención, que es crucial y que se traduce en… 

Alimentación, porque “lo que el niño come no sólo alimenta alimenta su cuerpo”; también aporta “neurotransmisores” que hacen que el cerebro “actúe con normalidad”, dice Jiménez.

Actividad física diaria. 

Descanso. “Dormir bien es el mejor antidepresivo que te puedes encontrar”, apunta.

Y el entorno. Es decir: La familia, los amigos.

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